“Mantícora” (2022), un filme sobre la humanidad del monstruo y, también, sobre la monstruosidad del ser humano, supone un paso de gigante para Carlos Vermut (Madrid, 1980). Esta obra incómoda y exigente constituye un compendio y a la vez una destilación de las propuestas contenidas en la escueta filmografía del autor de “Diamond Flash” (2011). “Mantícora” es una obra de madurez en la que Vermut parece haber prescindido de la pirueta narrativa y las referencias pop para centrarse en lo esencial: elaborar un sombrío estudio de personaje(s) que le permita adentrarse en los oscurísimos recovecos del deseo.
Es difícil hablar de “Mantícora” sin desvelar alguno de sus misterios. A la vez, es el largometraje de Vermut menos dependiente del truco de guion o de las alambicadas estructuras narrativas que caracterizan su filmografía, como si él mismo se hubiera autoimpuesto –como hizo en su día Bresson– ciertas limitaciones como cineasta. Esta es una película, por tanto, voluntariamente austera, centrada en un único personaje cuya obsesión lo llevará a relacionarse con otros dos. Así, el protagonista (Julián, un solitario creador de monstruos para videojuegos) tejerá una pasión prohibida alrededor de un cuerpo real (Cristian, un niño que vive en su edificio) que se desdoblará en dos: un cuerpo virtual y un cuerpo sublimado (el de Diana, una joven marcada por la soledad y la enfermedad), que sustituirá al original.
“Mantícora” es –como “Vértigo” (Alfred Hitchcock, 1958), como “Él” (Luis Buñuel, 1953)– la historia de un hombre dominado por un deseo monstruoso, por un impulso abyecto. El objetivo de Vermut no es justificar ese deseo, ni siquiera explicarlo, sino preguntarse cómo es posible ponerlo en imágenes, filmarlo. Y así, la sucesión de planos y contraplanos entre Julián y Cristian en la escena del restaurante chino están rodados con una distancia quirúrgica que evita cualquier tentación de fetichización del cuerpo infantil. Y así, en una secuencia que justifica una filmografía entera, Vermut muestra a su protagonista dando rienda suelta a esa pasión injustificable a partir de dos planos –uno que denota la ausencia física del cuerpo deseado, otro que es un estremecedor fuera de campo– que subrayan la imposibilidad de filmar lo que es demasiado terrible para ser representado.
Se ha hablado (y se hablará) mucho de la crueldad del cine de Vermut, de su querencia por personajes oscuros, quebrados, dominados por todo tipo de perversiones. Esto es tan cierto como que es un cineasta preocupado por cómo filmar esa oscuridad, por decidir qué mostrar en el plano y qué dejar en fuera de campo. De ahí el misterio detrás de la puerta del lagarto en “Magical Girl” (2014), de ahí la secuencia de “Mantícora” mencionada anteriormente (tan terrible como prodigiosa) o esa sala del Prado, con las pinturas negras de Goya, que el filme decide mostrar parcialmente. La aparición fugaz de esas misteriosas y oscuras catorce obras creadas por el pintor aragonés al final de su vida permite ahondar en la propia oscuridad y misterio de “Mantícora”, una película rodada bajo el signo de las sombras, en la que el momento de máxima bajeza del protagonista es capturado, justamente, en un poderoso claroscuro. El misterio que rodea “Mantícora”, su reflexión acerca de la naturaleza de lo monstruoso y de las esclavitudes a las que nos aboca el deseo, se concentra en el último y discutido plano del filme, que permite una relectura de todo lo visto hasta ese momento. En el juego de dobles que propone la película –entre Diana y Cristian, entre el Cristian real y su avatar virtual– era de esperar que, al verse reflejado en el espejo, el hombre-monstruo se diera cuenta de que nunca estuvo solo. ∎