“La vida es dulce” (1990), afirmaba el título de una de las primeras películas del veterano cineasta británico Mike Leigh, pero también puede ser dura, tal y como indica el título original, “Hard Truths”, de su último y magnífico filme, “Mi única familia” (2024; se estrena hoy). El cine de Leigh, heredero de la tradición realista que ha impregnado desde siempre la ficción británica (de la literatura de Dickens y los escritores del llamado kitchen sink realism a los documentales de Humphrey Jennings y las películas del free cinema), se ha dedicado, a lo largo de casi cuatro décadas, a mostrar ese sutil equilibrio entre extremos: si la existencia es una montaña rusa en la que a veces se está arriba y muchas otras veces abajo, la tragicomedia es la forma narrativa ideal para captar su esencia.
Como ha sucedido a otros muchos cineastas, la edad y la experiencia parecen haber oscurecido la visión de Leigh con respecto a la naturaleza humana. Casi 30 años separan su último filme de uno de sus mayores éxitos, “Secretos y mentiras” (1996), ganador tanto de la Palma de Oro como del premio a la mejor actriz para Brenda Blethyn en el Festival de Cannes (y película del año en Rockdelux). “Mi única familia” podría funcionar como reflejo de aquel filme, conformando ambos una suerte de díptico sobre las relaciones familiares y esas verdades incómodas (o duras) que todos guardamos bajo la alfombra. El hilo conductor entre ambas películas, aquello que genera una suerte de continuidad entre las dos, aunque sean historias absolutamente independientes, es la presencia magnética de Marianne Jean-Baptiste como la protagonista, la deprimida y enfadada Pansy, en un rol muy distinto al que encarnaba en “Secretos y mentiras”. Desde sus propios títulos, las “mentiras” del primero y las “verdades” del título original del segundo, ambas obras parecen situarse en posiciones opuestas, algo que se evidencia en sus distintos desarrollos narrativos y desenlaces. En ambos casos, el clímax lo constituye una reunión familiar con motivo de una celebración (un cumpleaños, la comida del Día de la Madre) que desencadena una catarsis emocional entre los miembros de la familia que, en el caso de “Secretos y mentiras”, provoca también un estallido verbal, un encadenamiento torrencial de emotivas confesiones que culmina con la conmovedora línea de diálogo pronunciada por Timothy Spall: “¿Por qué no podemos compartir el dolor?”.
Como ya hizo en “Happy, un cuento sobre la felicidad” (2008) con los personajes encarnados por Sally Hawkins y Eddie Marsan, Leigh contrapone en “Mi única familia”, frente a frente, a dos personajes opuestos. La hermana de Pansy –Chantelle, generosa, bromista y optimista, dueña de una peluquería y madre soltera con dos hijas que se adoran entre sí– parece el reverso luminoso de la protagonista y su desgraciada familia, formada por su marido y un hijo veinteañero que nunca sale de casa. El universo de Chantelle le sirve a Leigh para mostrar con evidente empatía el día a día de la comunidad afrocaribeña londinense; son las escenas y diálogos que transcurren en la peluquería –siempre entre mujeres– o los momentos de juguetona intimidad entre Chantelle y sus hijas los que insuflan vitalidad a la película y aportan el tono cómico de un filme que, en general, se inclina más por lo trágico.
Como ya sucedía con “Happy…”, la nueva película del director británico tiene un cierto aire de trabajo inacabado, como si a Leigh, con el paso del tiempo, le interesara mucho más capturar esos instantes milagrosos que a veces surgen en una determinada escena o a raíz de la interacción entre dos actores que lograr un desarrollo y una clausura narrativa convencional. Esta sensación de ausencia de clausura, esta idea de que pese a todo lo sucedido es posible que todo siga igual, le va como anillo al dedo a una película sobre una mujer atrapada en un doloroso bucle –mental, pero también físico: entre las paredes de su aséptico hogar o entre las cuatro esquinas de esa cama en la que pasa demasiado tiempo– del que parece no poder escapar. ∎