Ha sido cuestión de tiempo –posiblemente el que ha llevado asumir, ay, el fin de ciclo de la chanson– que el cine francés se lanzara a elaborar biopics recogiendo la vida de sus principales artífices. Los ejemplos se han sucedido y ninguno se ha mostrado carente de recursos: si Joann Sfarr decidió emplear títeres grotescos para contraponer el personaje a sus fantasmas en “Gainsbourg (vida de un héroe)” (2010), Florent-Emilio Siri apostó por contagiar su cámara de la agitación que dominó la vida de Claude François en “Cloclo” (2012) y Lisa Azuelos jugó con brillantez la carta del melodrama para plasmar la trágica vida de “Dalida” (2016).
Modelos todos ellos lejanos para este “Monsieur Aznavour” (2024, se estrena hoy), que si busca afanosamente un referente ese es “La vida en rosa” (2007), el retrato de Édith Piaf con el que Oliver Dahan dio hace dos décadas inicio a esta vía. Casi un canon para un empeño que, por el camino, termina perdiendo parte del mordiente de aquella: como apabullados ante la dimensión colosal del personaje, sus directores, Mehdi Idir y Grand Corps Malade (Fabien Marsaud), parecen diluir responsabilidad optando por el cliché de convertir su película en equivalente fílmico de esas grandes biografías que desbordan las librerías francesas.
Hay por lo tanto en “Monsieur Aznavour” más voluntad de narrar que de filmar, y como tal, la vida del cantante se sucede en ella como se hojean las páginas de un libro: la propia película, construida en riguroso orden cronológico, se estructura en cinco capítulos anunciados por planos donde, sobre las libretas rojas que el cantante empleaba para esbozar sus canciones, desfilan títulos e incluso numeración. Una voluntad de entroncar con la literatura que refleja la ambición de la cinta por entrar en el olimpo de las producciones francesas de qualité, repletas de lujosas reconstrucciones históricas y recreaciones de celebridades: Charles Trenet, Gilbert Bécaud, Frank Sinatra, François Truffaut y la propia Piaf (una estupenda Marie-Julie Baup) asoman fugazmente por su metraje.
Un exceso de academicismo que, sumado a una exhibición técnica apabullante, asfixia por momentos el desarrollo de la película y agota sus propios rasgos de estilo, tensando una rigidez de la que solo consigue despegarse ocasionalmente. De este modo, la tenacidad explotando sus recursos más aparentes parece crear una sucesión de plantillas sobre las que ubicar elementos de manera indiscriminada, como un azaroso juego de espejos que tanto puede devolver una imagen pulida como otra distorsionada. El uso narrativo de canciones da pie a secuencias tan brillantes como la inicial, en la que las imágenes de archivo del genocidio armenio ilustran el instinto de supervivencia de los Aznavour bajo los acordes de “Les deux guitares”, o a otras como aquella en la que “Sa jeunesse” acompaña a un grupo de judíos al campo de exterminio, dramáticamente banalizada por la obviedad del artificio. Los largos planos-secuencia envolventes pueden dar lugar a escenas tan deslumbrantes como la de la interpretación de “Je m’voyais déjà”, pero también convertirse en mero elemento decorativo, como la que recoge la entrada de las tropas norteamericanas al París liberado.
No empañen estas indefiniciones los aciertos de la película, porque ahí suman el tino de su brillantez narrativa o el respeto a las composiciones de Aznavour, normalmente en toma completa y erigidas en eje sobre el que desarrollar secuencias clave. O el empeño por no condenar al cantante a reducto del pasado subrayando la pervivencia de su legado a través de la conexión con sucesivas generaciones. La más inmediata, en la secuencia donde ofrece su colaboración a Johnny Hallyday; las venideras, en esa otra, deslumbrante, en la que Aznavour alcanza rango de rockstar a golpe de visones, mujeres y mansiones bajo el “What’s The Difference” que Dr. Dre construiría sobre un sample de “Parce que tu crois”.
Un último elemento, clave para el funcionamiento de estas películas: es Tahar Rahim, ya con un pie en Hollywood, el encargado de encarnar a un Aznavour omnipresente en todos y cada uno de sus planos. Solvente en un papel de prestigio, también ahogado bajo prótesis y capas de maquillaje, con escaso apoyo de un guion diluido de aristas que reduce al personaje a un mascarón de proa que avanza obsesivamente en pos de un éxito que, a falta de otras capas, termina convertido en único desarrollo dramático. En la secuencia final, el cantante confiesa a su hermana antes de regresar, extenuado, a sus libretas rojas:“Si me paro, muero”. Valga como perfecta definición de este “Monsieur Aznavour” que cuenta con el movimiento perpetuo como principal razón de ser. ∎