Película

Morlaix

Jaime Rosales

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Está la idea de que todo cinéfilo lleva un francés en su interior, y Jaime Rosales lo ha acabado sacando del todo con “Morlaix” (2025; se estrena hoy), magnífica película rodada entre la pequeña ciudad de Bretaña que le da título y París: ¡hasta se las apaña para que la serie de planos introductorios de los techos de París, que incluyen Torre Eiffel y Sacré Coeur, no resulten clichés! Es una película capitalizada por un espléndido grupo de jóvenes actores franceses –sus padres quedan fuera de campo, o se han muerto– que llegan a verse a sí mismos en una película igualmente titulada “Morlaix”, proyectada en el cine de dicho pueblo, sin que se explicite en ningún momento su participación en ella: simplemente se ven reflejados en los personajes, como nos ocurre a todos, cuando ocupamos una butaca en la sala oscura para ver “La última película” (Peter Bogdanovich, 1971).

Ya lo dijo Godard, de distintas formas: el cine y la vida son indisociables. Y Godard, de hecho, su triste o valiente desaparición, se adivina como el detonante de “Morlaix”, una película plagadísima de guiños al dios de la cinefilia: desde los jump-cuts de “Al final de la escapada” (1960) a Anna Karina llorando en el cine de “Vivir su vida” (1962), pasando por la escena de la peluca frente al espejo en “El desprecio” (1963) o el baile poliamoroso de “Banda aparte” (1964). La película también tiene mucho de esa visión romántica decimonónica heredada y desarrollada por Philippe Garrel, que se materializa en el personaje interpretado por el increíblemente seductor Samuel Kircher, que viene de protagonizar “El último verano” (2023), de la gran Catherine Breillat, y también tiene, como su hermano Paul, un excelso linaje, pues ambos son hijos de Irène Jacob. El objeto de su amor no es otro que Aminthe Audiard (a su vez sobrina de Jacques Audiard): ¡Máximo afrancesamiento cinéfilo! (y que se me disculpe el pleonasmo).

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La evolución del cine de Rosales –del distanciamiento a una mayor calidez, de la confidencialidad de algunos artefactos como “Tiro en la cabeza” (2008) a un cine más asequible para el gran público, sobre todo a partir de “Petra” (2018)– sigue su curso con esta película, aunque sin renunciar a su devoción por el dispositivo revelador, pues se presenta como un sensual collage de diversos formatos y encuadres cinematográficos –35mm (color), 16mm (blanco y negro), foto fija, scope– donde esos aspectos más experimentales –dicha mezcla de formatos, el mentado ejercicio de cine dentro del cine– se integran orgánicamente en el flujo de este emocionante relato sobre la pérdida y la imposibilidad del amor. Ese amor tan grande que resulta imposible vivirlo está personificado por el garreliano Kircher, que dice cosas como “tengo más miedo al amor que de la muerte”.

Eros y Tánatos bailan agarrados todo el rato: la película empieza y acaba en un cementerio, cuando Kircher y el personaje de Audiard se conocen y, finalmente, se despiden; en medio también se han dado el primer beso en un camposanto. La simetría, otro rasgo reconocible del cine de Rosales, se manifiesta también en la repetición con variaciones de algunas escenas, y trasciende cuando el personaje de Kircher reconoce que nunca podrá ser alguien importante porque“carece del equilibrio necesario”. Es un héroe trágico, y “Morlaix”, como “Petra”, vuelve a ser una tragedia en la que Audiard es Antígona, la hija rebelde que se resiste a ser enterrada viva, tal y como nos sugiere la adaptación de la obra de Jean Anouilh que estudian en en los liceos.

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Curiosamente, la muy solicitada Hélène Louvart, una de las más grandes directoras de fotografía de nuestro país vecino, que colaboró con Rosales en “Petra” y “Los girasoles silvestres” (2022), ha sido remplazada por Javier Ruiz Gómez, al que detectamos en los créditos de “Carnages” (2002), de Delphine Gleize, que ha coescrito el guion de “Morlaix” junto a Samuel Doux –director de “Dune Dreams” (2021)– y Fanny Burdino –guionista de “Arthur Rambo” (Laurent Cantet, 2021) o “El origen del mal” (Sébastien Marnier, 2022)–, además del propio Rosales. Si este namedropping ha contribuido a su afrancesamiento definitivo, también sabemos que, para el barcelonés, el guion no es más que soporte para una dirección de actores fundamentada en cierta improvisación que resulta en una exquisita naturalidad, cosa que sale particularmente a la luz en las escenas de grupo, como el debate cinéfilo que sigue a la proyección de Morlaix, otro tropo en una filmografía que se quiere teoría y práctica del cinematógrafo.

“Morlaix” bien podría ser la mejor película de Rosales, aunque, en todo caso, es Rosales en estado puro. Un Rosales que logra su objetivo, ya que la película está completamente dominada por la belleza –la belleza de la juventud (vista con melancolía y sin nostalgia)– y acaba trascendiendo en un final tremendamente emocionante en el que todos podemos reconocernos, como los espectadores que somos frente a la gran pantalla, cuando nos vienen ecos de Bogdanovich. ∎

French touch anthology.
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