Serie

Nadie quiere esto

Erin Foster(T2, Netflix)
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La segunda temporada de “Nadie quiere esto” se ha vivido, en el entorno mainstream, con menos turbulencias que cuando se estrenó la serie: debates capciosos como los alimentados en la crítica de este propio medio, en la línea de “¿tienen los judíos derecho a seguir contando historias?” y “¿debería yo sentirme mal por consumirlas?”, han dado paso –y doy gracias– a análisis más arraigados en los temas que el producto nos plantea. En este caso, qué pasa con el amor cuando la llama del primer flechazo deja de tirar del carro, cómo se construye una relación adulta intercultural o si tienen derecho los podcasters a seguir dando la vara sobre cosas.

Bromas aparte, la primera temporada de la serie de Erin Foster (que también es podcaster, se convirtió al judaísmo por amor y en cierto modo está contando, por tanto, su propia historia) también desató debates candentes en el propio seno de la comunidad que retrata. Se criticó que la serie protagonizada por Kristen Bell recrease de forma demasiado conservadora el estereotipo de la “mujer judía”, tradicionalmente mostrada como severa y asfixiante, y sobre el que se reflexiona en la reciente serie de animación “Long Story Short” (Raphael Bob-Waksberg, 2025). También se cuestionó si, en pos de la construcción atractiva del “rabino sexi”, interpretado por Adam Brody, se estaba dejando de lado la autenticidad de las prácticas judías y el retrato fiel de sus figuras de autoridad.

Con ambas cuestiones se pelea la serie en la segunda temporada y de ambas consigue salir, bien airosa o bien fracasando miserablemente sin que nos importe demasiado. Las dos antagonistas judías de la primera temporada, la cuñada Esther (interpretada por Jackie Tohn) y la suegra Bina (la icónica Tovah Feldshuh), ganan en esta segunda vuelta protagonismo y matices, y básicamente cargan con el peso de la serie. No dejan de ser como son, pero sus prejuicios se ablandan o se contextualizan ampliando un poco el espacio para la identificación, que se ha probado muy necesaria para el espectador espeso. De aquí es de donde ha salido con éxito.

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El fracaso ha sido, entonces, la representación de las tradiciones judías, en la que se han volcado con más empeño solo para quedarse en el quiero y no puedo. Al parecer, los creadores no han contratado a ningún consultor judío, como sí hicieron series como “Transparent” (Joey Soloway, 2014-2019) o, en el caso de representaciones islámicas, “Transplant” (Joseph Kay, 2020-2024). Y, aunque podría parecer innecesario porque hay judíos escribiendo, judíos dirigiendo, judíos en escena en todo momento, ha habido alguna que otra patinada garrafal. La más comentada es la escena en la que el personaje interpretado por Seth Rogen (que hace de un rabino que pasa de todo, pero no hasta este punto) confunde Tisha B’Av (el día más triste y solemne del judaísmo, que marca el duelo por todas las tragedias sucedidas al pueblo a lo largo de su no poco trágica historia) con Tu Bishvat (festividad menor que señaliza el año nuevo de los árboles). ¿Cómo es posible que nadie se haya dado cuenta? Pues porque Estados Unidos, con las oleadas de migrantes que llegaron por millones hasta el endurecimiento de las leyes en 1924, ha engendrado formas completamente autóctonas de laicidad. Allí es posible ser judío y no tener ni idea de nada, igual que lo es ser cristiano y no tener ni idea de nada: una idea tan normal que me emociona, aunque yo lo arreglaría en la tercera temporada.

En el centro de la trama en esta temporada está el tema de la conversión de Joanne (Kristen Bell), que en la anterior se posponía como una alarma y en esta se retoma como urgente. Dos personas que se atraen, se adoran y parecen ser capaces de tener una relación adulta y funcional se encuentran con el bache que interfiere con su futuro. Él intenta hacer una concesión, encajar a la fuerza en una congregación que no comparte sus valores no por ser abierta, sino por presentar la religión como un catálogo posmoderno de opciones entre las que elegir a conveniencia, sin que ningún valor o convicción profunda las sustente. Empieza a guardar secretos, a no decir cómo se siente de verdad por miedo a que la verdad sea demasiado dolorosa. Ella siente el tic-tac del reloj: ¿quiere ya convertirse por sí misma, no por la presión arrolladora que tiene sobre ella? ¿Cuáles son las señas y cómo sabrá reconocerlas cuando lleguen?

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Para colmo, entra la cómica revelación de su madre, la suegra del rabino sexi: tiene de repente el flashback más significativo del mundo (ella también estuvo presente en el Sinaí, junto con todas las almas judías pasadas, presentes y futuras, cuando Dios hizo su pacto con el pueblo) y decide convertirse. Joanne se agobia, pero al final llega: se da cuenta de que, concentrada en observar la lentitud de su proceso interno y en buscar certezas, lleva muchos meses practicando el judaísmo. Guarda Shabat, discute sobre Torá, apoya al rabino sexi como su mujer lo haría, disfruta de la actitud, la conversación y la comida. ¿Qué más necesita?

Hay quien respondería “muchas cosas”. Esto también ha traído debate, porque el judaísmo no es una religión proselitista: convertirse no es nada fácil, y entiendo por qué viendo esto pensarías, de nuevo, que están cristianizando la misma diferencia que se proponen representar. A la vez, me atrevo a decir que la serie nos hace el favor de universalizarnos sin faltar del todo a la verdad: la idea de que somos lo que somos y que somos suficiente, de que las certezas no se encuentran buceando en las profundidades sino en lo que hacemos día a día, de que la cultura está en nuestras prácticas y en la gente que queremos. Nada de esto nos es ajeno. Pesará seguramente la experiencia personal de la creadora, que en entrevistas y en su pódcast parece por lo menos tan irritante como su personaje principal. Pesará la frivolidad del género televisivo y las ganas de que el amor conquiste todo. ¿Pero no es justo eso lo que estábamos buscando?

En definitiva: es posible que actúe en mí el efecto Seth Cohen (aceptar lo mínimo en términos de representación si tienes mucha sed y te encuentras a Adam Brody en medio del desierto), pero me gusta que exista “Nadie quiere esto”. Es una comedia romántica judía, aunque a veces no sea ni tan romántica ni tan judía: está llena de fallos, de tonterías, como la vida misma. ∎

Comedia romántica judía (o no).
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