Cuando una autora proveniente de la autoedición lanza su primera obra larga profesional se suele recurrir al tópico de que “se ha fogueado en el mundo de los fanzines”, pero lo cierto es que en los quince años que Natalia Velarde (Valencia, Venezuela, 1994; afincada en Madrid dede 2005) lleva autopublicándose ha hecho mucho más que foguearse: a base de trabajo, se ha convertido en una de las autoras más originales del panorama y ha llamado mucho la atención, especialmente en los últimos cinco años, con fanzines como “Naguará” (2020), una recopilación de piezas cortas, o “En cucha ardiendo se duerme a ratos” (2022), un combativo alegato antidesahucios. Era cuestión de tiempo que Velarde, afincada en España desde 2005, llamara la atención de las editoriales con alguno de los proyectos en los que venía trabajando en tiempos recientes. “Encías quemadas” se convierte, así, en su primera novela gráfica, que mereció en 2021 una Ayuda a la Creación Joven de Injuve, y que debería ponerla definitivamente en el mapa de las jóvenes dibujantes que van a marcar los caminos a seguir por el cómic español.
“Encías quemadas” es, en primera instancia, la historia de un apocalipsis al que solo sobreviven unos pocos seres humanos, transmutados en criaturas antropomórficas, como el andrógino protagonista, Piel de Perro –trasunto de la autora– y su compañero, Cielito, una suerte de bichejo cartoon que ayuda a Velarde a generar una dinámica clásica de tensión entre ambos personajes, en la que contrasta la intensidad de los sentimientos y la melancolía de Piel de Perro con el cinismo y el cabreo de Cielito. Ambos inician un viaje por un desierto que tiene mucho de simbólico, un recurso habitual en el cómic desde los tiempos de “Krazy Kat” (1913-1944) de George Herriman, quizá por su desnudez, por su silencio visual, que se presta a la reflexión y a la abstracción. Por si fuera poco, ese viaje tiene por objetivo encontrar al “Autor” de la historia que se está contando, para pedirle que la modifique, una jugada típicamente posmoderna, e incluso anterior, si recordamos el célebre encuentro de Augusto con su creador, Miguel de Unamuno, en “Niebla” (1914).
A “Encías quemadas”, por tanto, se le puede criticar partir de ciertos lugares comunes; sin embargo, su valor radica en lo que Velarde hace con ellos más allá del punto de partida. El simbolismo del viaje deja pronto claro que estamos, en cualquier caso, ante un viaje interior, un proceso de autoconocimiento por parte de Piel de Perro, cuya condición mutante e híbrida se muestra desde el principio a través de la imagen. Hay una coherencia total entre lo gráfico y lo textual, ya que ambos apuestan por lo barroco y lo acumulativo, por una avalancha de estímulos emocionales que renuncian a la autocontención y se zambullen en la exposición sentimental más visceral, lejos de lo cursi. El libro es, sobre todo, una demostración constante de la potencia visual de Velarde, que, apoyada en una sólida formación en Bellas Artes, se aleja de las tendencias más habituales en el cómic actual: mientras que otras compañeras de generación –con frecuencia, también con estudios académicos– optan por la síntesis formalista y la sustracción de elementos en el dibujo, Natalia Velarde dibuja con una fuerza orgánica, traza formas enérgicas y trabaja las composiciones renunciando a las retículas de viñetas, aunque no a las secuencias. El nervio de la autora se deja notar en los dibujos a lápiz, pero también en su forma de aplicar el color, un color pictórico, matérico, con una paleta cuidadosamente limitada que tiene una cualidad pesada gracias al uso de técnicas mixtas, con las que genera texturas y volúmenes densos.
Sorprenden ciertos recursos, como las onomatopeyas con caracteres japoneses, las tramas que simulan muaré sobre dibujos o fotografías para situar los amplios espacios, pero, sobre todo, el apabullante dominio de la caricatura, que le permite estirar en todas las direcciones a sus personajes, retorcerlos y deformarlos en ángulos y escorzos imposibles como solo el dibujo permite. Quienes leyeran fanzines como “Desde el vacío” (2019) o “Lupercalia” (2020) ya sabrán de la querencia de Velarde por autorrepresentarse con personajes licántropos, pero es evidente que en “Encías quemadas” lleva el recurso a otro nivel, aprovechando, especialmente, su potencial visual.
Hay ciertas páginas con un alboroto deliberado, llenas de información; otras, en cambio, aprovechan el generoso tamaño del libro para mostrar escenas menos abigarradas, pero igualmente potentes. Todo este “ruido”, más calculado de lo que pueda parecer, forma parte de una clara estrategia de representación de la angustia y la ansiedad de un personaje que no sabe qué ha pasado ni dónde está; ni siquiera a dónde va. Y, por la rotundidad que exhibe el apartado visual de la obra, hay momentos puntuales en los que, quizá, se debería haber confiado más en él, renunciando a los textos o haciéndolos más concisos y dejando que las imágenes hablaran con su propia elocuencia; sin embargo, también es justo decir que son textos cuidados, deliberadamente intensos, que acompañan el relato y construyen, junto con lo visual, un discurso melodramático y emocional que dinamita la distancia irónica y fría que vemos en tantas ficciones para exponerse sin reservas.
Seguramente “Encías quemadas” no es una obra perfecta, pero sí es original, personal y verdaderamente arriesgada, y el riesgo siempre es algo a celebrar, sobre todo cuando pone en juego cuestiones íntimas y personales, algo que se aprecia de forma más clara cuando el relato gira sobre sí mismo y se revela como lo que es realmente, bajo el barniz de lo posapocalíptico: un proceso de duelo y aceptación en el que Natalia Velarde se ha entregado por completo, en una catarsis del tipo que solo es posible a través del buen arte. ∎