Paul Atreides (Timothée Chalamet), líder a su pesar.
Paul Atreides (Timothée Chalamet), líder a su pesar.

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¿Nos convencerá alguna vez una adaptación de “Dune”?

El nuevo filme del realizador de “Sicario” y “Blade Runner 2049”, Denis Villeneuve, apuesta por una cierta solemnidad y una atmósfera inquietante para apabullar con su adaptación de la primera mitad de esta monumental novela de ciencia ficción. ¿Veremos la segunda?

La edición más reciente en lengua castellana de “Dune” (Debolsillo, 2020), el clásico de la ciencia ficción de Frank Herbert publicado en 1965, suma 784 páginas. Y no son páginas sencillas de llevar al lenguaje audiovisual, aunque las posibilidades de la creación de imágenes digitales hayan facilitado algunas cosas. Estamos ante una novela que despliega fragmentos de un tiempo futuro y de todo un universo, con varios planetas, varias sociedades y varias dinastías en el primer plano que se han explorado en multitud de productos asociados, incluidos cinco libros más firmados por el mismo Herbert. El primer libro incluye conspiraciones palaciegas, confrontaciones militares a pequeña y gran escala, insurrecciones violentas, gusanos gigantescos en desiertos infinitos, premoniciones y profecías mesiánicas... 

El desafío creativo y logístico de llevar todo ello a la gran pantalla es evidente. Su autor no complicó más las cosas haciendo demasiado énfasis en la anticipación de tecnologías fantásticas. También optó por enriquecer su historia de la forja de un héroe con elementos que no necesariamente implican un gran gasto económico, como una cierta sensibilidad ecologista, además de una especie de atracción por el norte de África (encarnado en el desértico planeta Arrakis y sus pobladores) y un interés por las drogas como medio de expansión de la conciencia que conectan con la generación beat, o con la literatura del Paul Bowles de “El cielo protector” (1949). 

A pesar de ello, “Dune” no deja de ser una aventura espacial que exige creación de paisajes y mundos en su relato de una rebelión anticolonial liderada por un oligarca predestinado a serlo. Para más de un comentarista, la novela y sus secuelas suponen una especie de equivalente sci-fi de la monumentalidad de la trilogía “El señor de los anillos” (1954-1955) de Tolkien. Y eso implica, para empezar, la necesidad de un cierto tiempo de pantalla para desarrollar la historia y mucho dinero para que esta luzca, si se asumen las convenciones del cine comercial y no se ensayan acercamientos potencialmente disruptivos –como el enfoque minimalista ensayado por Éric Rohmer para representar la literatura artúrica en “Perceval le Gallois” (1978)–. El escrutinio de un fandom exigente también se añade a la ecuación. Así que no debe sorprender que artistas de la categoría de David Lynch se hayan estrellado en el muro de “Dune”. 

Conseguir tiempo-oro de pantalla

A su manera alocada, el polifacético Alejandro Jodorowsky acertó cuando preparaba una adaptación fílmica de la novela a mediados de la década de los 70. La magnitud de esa historia no cabía en el molde de los filmes de alrededor de dos horas, más o menos apegados a los esquemas y las limitaciones logísticas de la ciencia ficción comercial –anomalías como “2001: una odisea del espacio” (Stanley Kubrick, 1968) al margen– de aquel momento. Había que crear otro molde o funcionar sin ninguno. Reuniendo a un equipo maravilloso (desde el historietista Jean Giraud “Moebius” hasta el artista suizo H. R. Giger), el chileno planteó una quijotesca adaptación que podía superar las diez horas de duración. Como era previsible, el proyecto espantó a los inversores y se quedó por el camino. Una historia de su empeño puede verse en el documental “Jodorowsky’s Dune” (Frank Pavich, 2013).

Lo nunca visto: anuncio del rodaje del “Dune” de Jodorowsky que no fue.
Lo nunca visto: anuncio del rodaje del “Dune” de Jodorowsky que no fue.

Un joven Ridley Scott continuó con el proyecto. Pretendía solucionar la adaptación con un díptico de largometrajes, pero se impacientó ante el tiempo que podía exigirle la producción y acabó optando por filmar una película más sencilla, apoyándose en los creativos reclutados por el psicomago Jodorowsky, como Giger o el guionista Dan O’Bannon: “Alien. El octavo pasajero” (1979). La solución prevista por Scott recuerda a la ensayada actualmente por Denis Villeneuve, que ha añadido el explícito subtítulo de “Parte uno” a su versión de “Dune”, mientras reclama un segundo largometraje para terminar de explicar la novela. 

De una manera u otra, todos los implicados en adaptaciones de la obra de Herbert han sabido que “Dune” requiere tiempo. Lynch, inesperado heredero de los proyectos de Jodorowsky y Scott, asumió una adaptación más resumida y esquemática, pero luchó por un montaje de alrededor de tres horas. Las presiones de los productores, encabezados por el mítico y temible Dino De Laurentiis, acabarían reduciendo el filme hasta los 139 minutos. A ratos, el acelerado resultado parece el tráiler de una película que no hemos llegado a ver… y de una extraña superproducción que luce en algunos momentos y parece extrañamente pobre en otros. Los responsables de una traslación en forma de miniserie televisiva (hoy más bien olvidada) ofrecieron una versión de 265 minutos. El resultado se estrenó en el año 2000 y se mostró más cercana a los diseños de producción de esa ciencia ficción televisiva pos-“Babylon 5” (1993-1998), con un peso creciente de la imagen creada o alterada digitalmente.

Una inquietante grandiosidad

También conscientes de que la trama de “Dune” exige tiempo, Villeneuve y compañía han apostado fuerte por un díptico. Su “Dune” requiere el rodaje de una segunda parte para completar la historia de la novela original. Si la versión lynchiana parecía asumir muchas tensiones (convivían paisajes industriales pesadillescos y naves con aspecto de sueño futurista julesvernesco, alucinaciones amorosas y repulsiones de cuerpos purulentos y fetos sangrantes), Villeneuve apuesta por una monumentalidad que transmite más control a costa de una cierta rigidez. Y dota de solemnidad a la construcción de un mito: el de ese Paul Atreides elegido para cambiar un mundo y quizá todo un universo. La banda sonora de Hans Zimmer intenta aportar todavía más rotundidad a una obra que aspira a ser una experiencia narrativa y también sensorial.

El humor queda para otra ocasión. La nueva “Dune” toma distancias con esa space opera lúdica que puede llegar a flirtear de manera abierta con lo camp. No se asemeja a la primera trilogía cinematográfica de “Star Wars” ni, menos aún, a “Flash Gordon” (Mike Hodges, 1980). De alguna manera, la circunspección de la propuesta puede recordarnos al intento de “Blade Runner 2049” (2017), con Villeneuve compitiendo con el Christopher Nolan de “Interstellar” (2014), o posteriormente “Tenet” (2020), por la posibilidad de trabajar un cine fantástico que no se pliegue completamente a ese Hollywood que tiene una idea muy “juvenilizada” de lo que es un entretenimiento para un supuesto público transversal.

Lady Jessica (Rebecca Ferguson), madre del mesías.
Lady Jessica (Rebecca Ferguson), madre del mesías.

Ni la mencionada secuela de “Blade Runner” (Ridley Scott, 1982) ni propuestas recientes como el neo-noir futurista “Reminiscencia” (Lisa Joy, 2021) escenifican que estas apuestas puedan tener un buen rendimiento económico. Quizá la primera gesta de Villeneuve ha sido vender esta idea de díptico relativamente pausado y bastante grave, sin apenas distensiones chistosas a lo Marvel ni tampoco el sensacionalismo desatado de Zack Snyder, que no sabremos si llegará a rodarse. Condenada a ser discutida desde el minuto uno –por las ambiciones comerciales, por las anteriores películas de su director, por los conflictos sobre las ventanas de estreno en un contexto pandémico: en Estados Unidos se estrenará simultaneamente en cines y en la plataforma de streaming HBO Max, algo que ha disgustado a Villeneuve–, la nueva “Dune” aporta un calmoso sentido de la grandiosidad que resulta difícil de ver en el blockbuster contemporáneo, tan adicto al clímax hiperexplosivo. En algunos aspectos, y con evidentes diferencias de escala narrativa y presupuestaria, puede remitir al pulp artístico del primer “Alien”, adaptado a nuestra era digitalísima. Aunque los responsables de la obra no consigan mantener del todo la fascinación en algunos momentos narrativamente menos agitados.

Esta primera parte de “Dune” pierde fuelle en su último tramo, cuando toca escenificar un cierto vía crucis desértico del héroe en desarrollo. Ahí parece que no funciona del todo uno de los trucos de Villeneuve: inyectar un cierto desasosiego a su narración, a falta de acción constante y de complejidad caracterológica. Lynch ya vio la posibilidad de hacer una cierta poesía (más bella que siniestra, a pesar de algunas imágenes perturbadoras) de lo onírico o alucinatorio, y el cineasta canadiense apuesta más obviamente por lo inquietante. Lleva a la periferia del terror la tensión de los pasillos oscuros entre intrigas palaciegas, el horror potencial de las ensoñaciones proféticas y de las intrusiones telepáticas. Si finalmente existe una segunda parte de “Dune”, será el momento de analizar hasta qué punto esta mirada aparentemente adulta de Villeneuve dimensiona los aspectos problemáticos de una epopeya con ramificaciones. Cómo se abordan los ángulos oscuros del héroe teen, del liderazgo personalista que ejerce, o cómo se representa una reacción violenta de descontento ante la opresión (“la gente necesita tiempos difíciles y opresión para levantar los músculos”, se dice en la novela) que se convoca bajo una palabra estigmatizada: “yihad”. ∎

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