La escena inicial de “Un completo desconocido” (James Mangold, 2024) se abre con un Bob Dylan adolescente entrando en Nueva York por el puente George Washington. En sentido contrario a la marcha, dando la espalda al resto de viajeros, garabatea abstraído unas cuartillas mientras la estructura metálica parece conformar una barrera que lo separa del resto del mundo. En “One Hand Don’t Clap” (1991; se estrena en cines mañana) Lord Kitchener (1922-2000) también atraviesa en coche un puente neoyorquino, el de Manhattan. Sentado en el asiento delantero, rasga un calipso a la guitarra y sonríe feliz ante la expectativa de encontrarse con su público. Ha establecido el azar este juego de espejos invertido entre dos de las grandes apuestas musicales de la temporada, como contraponiendo el mito del genio visionario ensimismado que marca el imaginario occidental con el artista que solo encuentra sentido en la expresión colectiva, esa otra mano necesaria para aplaudir a la que alude el título de la película.
La idea marca también los dos tiempos que conforman el documental. El primero traza la historia del calipso a través de dos de sus principales representantes. Una es Calypso Rose (1940-), su primera estrella femenina; el otro, Lord Kitchener, personaje de dimensión legendaria que se erige en centro gravitatorio de la narración. Es él, “the grand master of calypso”, el encargado de definir este ritmo que quintaesencia la música antillana del que parten tantos otros, así como de dar paso a los calypsonians con los que comparte escena: Mighty Duke, Growling Tiger, Black Stalin (wow!). También de narrar su odisea presentándose ante el público europeo en el Londres de los cincuenta, de evocar la inesperada popularidad que dio al género Harry Belafonte, de lamentar con un compañero de la vieja guardia, Lord Pretender, la degradación que ha traído la soca, deriva que potencia la base rítmica y reduce al mínimo unos textos centrados tradicionalmente en la reivindicación social y el humor irreverente. Pero cuando la cámara de la estadounidense de origen indio Kavery Dutta Kaul se muestra absorta es cuando este torrente desemboca en el punto metafórico del carnaval de Trinidad y Tobago. Allí la película desciende del símbolo a la concreción, abandona a sus protagonistas para sumergirse en lo colectivo y sus imágenes se dejan arrastrar por la fuerza identitaria que aporta esta música a la comunidad que la ha generado.
“One Hand Don’t Clap” oculta un rasgo atípico: aunque llega hoy a las salas, la fecha de su estreno original se remonta a 1991. Ha sido Atalante quien, aprovechando su reciente restauración, ha decidido acabar con su inaccesibilidad (tras pasar por algunos festivales) y traerla a los cines en una apuesta tan arriesgada en lo económico como admirable por dar sentido a la esencia de la distribución cinematográfica. Nadie maneje reparos ante el anacronismo: el lapso de más de tres décadas termina jugando a favor, por permitir regresar a un momento originario en el que el documental musical no estaba aún codificado ni mucho menos a punto de autodevorarse a fuerza de girar sobre sí mismo, y se permitía centrar su objetivo en dos elementos tan básicos como buscar caladeros inéditos y exudar fascinación por lo retratado. Es este espíritu primigenio lo que permite a la película construirse, con una libertad tan absoluta como su falta de prejuicios, a base de ocasionales imágenes de archivo, de entrevistas de un costumbrismo desarmante y de ese pequeño lujo hoy desaparecido que es mantener actuaciones musicales completas, ofreciendo de este modo no solo una de las apuestas más inauditas de la cartelera, sino un umbral canónico para adentrarse en las claves de este ritmo. O al menos para intentarlo, porque asegura Lord Kitchener que los occidentales podremos llegar a paladearlo, pero nunca a asimilarlo. ∎