Álbum

Paul Murray

La picadura de abejaAnagrama, 2025

¿Lo que decía Tolstoi de las familias felices e infelices? “Oh benvinguts, passeu passeu”. Con ustedes, Paul Murray (Dublín, 1975), fino estilista del cataclismo colectivo; superdotado cronista de esa tragicómica y sobrecogedora odisea que puede ser la vida en familia. Al irlandés lo conocíamos ya por aquel entrañable y desopilante retrato del antihéroe escolar, del nerd irredento y adorablemente achuchable, que fue Skippy muere” (“Skippy Dies”, 2010; Pálido Fuego, 2020), y lo rencontramos ahora glosando la muy miserables miserias de los Barnes.

¿Los Barnes? Oh, veamos. Una familia de clase media con el motor gripado; gente aparentemente normal, si es que alguien lo es, a la que la vida se empeña en aguijonear con saña mientras el público ríe y aplaude. Auge, caída y, en fin, palazo y al hoyo. Pueblo pequeño, infierno grande y adolescentes capaces de hacer cualquier cosa con tal de poner tierra de por medio y teletransportarse a Dublín. Fatalismo sardónico”, en palabras del propio Murray y, desde ya mismo, una de las mejores novelas de lo que va de año.

Porque esto, para entendernos, es como si Jonathan Coe firmase un libro mano a mano con Donal Ryan. O como si Ken Loach le hiciese cosquillas a “Los Buddenbrook”. Mejor aún: “La picadura de abeja” (“The Bee Sting”, 2023; Anagrama, 2025; traducción de Javier Calvo), con sus cuatro actos y otras tantas voces repartiéndose el pastel narrativo, es como si el Jonathan Franzen de “Las correcciones” hubiese aprendido a divertirse. “No soy negativa”, que dice uno de los personajes. “Solo quiero vivir en algún sitio donde el café sea bueno, no tenga que ver naturaleza y no todo el mundo tenga pinta de estar hecho de puré de patata”.

En primorosa traducción de Javier Calvo, “La picadura de abeja” captura el hundimiento de una familia a la que las cosas parecían ir de fábula pero cuyo destino había quedado sellado (para mal, claro) el día de la boda de Dickie e Imelda, también conocidos como Los Padres. Y no solo porque, camino de la iglesia, una abeja decida hacer diana en plena cara de la novia, sino porque, además, el novio debería haber sido en realidad el hermano de Dickie, el encantador pero irremediablemente muerto Frank. Ese es uno de los pecados originales de los Barnes, la piedra de Rosetta sobre la que construirán un templo familiar atravesado por aquella frase, casi una maldición, con la que Faulkner dejó dicho que “el pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”.

El equilibrio entre sátira mordaz, comicidad afectuosa y ternura compasiva es la clave en este maravilloso derrumbamiento a cámara lenta. Una caída libre profusamente documentada que, entre la risa y el llanto, alimenta el absurdo y sabotea cualquier posibilidad de recuperar la compostura. En la novela, además de ese loop emocional que vuelve una y otra vez a esa abeja que se aplicó a conciencia con el ojo de Imelda (“parecía que tuviera una vejiga de cerdo pegada a la cara”), todo empieza cuando el concesionario que Dickie ha heredado de su padre empieza a hacer aguas, el dinero escasea, y el antaño empresario ejemplar se obsesiona con el colapso climático y los refugios a prueba de catástrofe natural.

La catástrofe, claro, es otra, así que Imelda, antigua reina de la belleza, compradora compulsiva y amante perdida en los escombros de su propia memoria, entra el trance joyceano mientras intenta achicar agua y camelarse a quien haga falta (otra vez) para volver a esquivar la pobreza. A su alrededor, sus hijos Cass y PJ hacen lo que buenamente pueden. Ella, hastiada de la adolescencia y asqueada de su propia familia, solo confía en desaparecer junto a su (supuesta) mejor amiga, acaso demasiado tóxica como para ser siquiera una simple conocida. Él, pelín panoli y víctima favorita del matón del pueblo, se esconde en los videojuegos y las pantallas y, a su manera, fantasea también en salir por patas del pueblo. De fondo, anticipando la tragedia y triturando la comedia, la fatalidad del cambio climático, el resurgir del fascismo, los excesos de la virtualización y lo que Jorge Dioni López ha bautizado como “pornocracia” para confirmar que todo lo que puede salir mal saldrá aún peor. 

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