Cantante del grupo euskaldun Zarama en sus dos etapas, de 1977 a 1994 y de 2009 a 2015, Roberto Moso (Santurtzi, 1960) simultaneó esa práctica con la del periodismo en múltiples facetas, preferentemente en Radio Euskadi, además de la publicación de varios libros. El último de ellos, “Puto boomer” (Liburuak, 2024), es un ameno itinerario por diversos pasajes de su zigzagueante existencia.
Casi coincidiendo con el final de la primera fase de Zarama, Moso se autoedita en 1993 un primer intento literario, “Cuentos y susedidos bastos”, que continuaría después con “Flores en la basura” (Hilargi, 2003), “La radio encendida” (Radio Euskadi, 2007) y “Polvo” (Erein, 2010). Apenas unos meses después de su jubilcación en la radio pública vasca, se enfrasca en un nuevo título, este “Puto boomer”, que también pudo titularse “Boomer blues”, donde retoma evocaciones y experiencias con su habitual sentido humorístico y dominio del relato.
Siendo coetáneos es difícil no identificarse con muchas de las historias y personajes que relatas. Probablemente sea eso lo que te dirán muchos de tus lectores, pero ¿qué impresión has recogido de la generación no “boomer”?
Ya hay unas cuantas generaciones no “boomer”. En general, los jóvenes que se han acercado al libro y me han dado su opinión, lo han hecho en términos elogiosos. A muchos nos ha gustado en su día que nuestros mayores nos contaran sus historias, especialmente si estas tenían interés, ¿no? Esa ha sido también mi intención. No es un libro pensado de “boomer” a “boomer”. Como dijo Juan José Millás: “Los libros que no leemos estaban llenos de advertencias¨.
Empiezas diciendo que la memoria funciona a su aire. ¿Tan a su aire que quizá solo queda realmente fijado lo vivido en la infancia y la juventud?
Es cierto que eso queda mejor fijado. Nos marca de forma inevitable. De hecho, nos puede traumatizar de por vida. Pero siempre acaban ocurriendo acontecimientos nuevos que se quedan a vivir con nosotros. Otra cosa es que recordemos en qué fecha exacta ocurrieron… Todo tiende a complicarse.
¿Somos una generación demasiado ombliguista?
Quizá somos una generación más ombliguista que las anteriores, sí. Hemos crecido en la exaltación constante de “la juventud”. Nuestros padres no tuvieron eso. Ser joven era algo biológico, y punto. Al mercado no le interesaba demasiado. Nuestra generación fue la primera en consumir discos, libros, moda o cine dirigidos expresamente a la juventud. Por eso hay tanta resistencia a reconocernos como los nuevos “mayores” y caemos en la tentación de creernos una generación “especial” y pretendemos dar lecciones a los jóvenes.
La mezcla de realidad y ficción, ¿obedece más a necesidad o a licencia?
Ya sabes lo que suelen decir: nadie escribe ficción pura porque todos nos retratamos en lo que escribimos. Por otro lado, también se dice lo contrario: por muy sincero que pretendas ser, desde el momento en que el folio es manchado con palabras, estás haciendo ficción. Creo que ambas afirmaciones tienen algo de cierto. Mi libro, en todo caso, me retrata bastante bien a mí y creo que a buena parte de mi generación. Al menos eso me dicen.
“Nunca me he sentido suficientemente adulto. No tanto como suponía que se sentían los adultos cuando no lo era”. ¿Sería esa la auténtica brecha que nos separa de quienes nos precedieron?
Mis padres vivieron su infancia en plena guerra. Mis abuelos conocieron esa guerra y otra anterior. Si sigues profundizando en la Historia, rara es la generación que no conoció la guerra en España. Creemos que son cosas que pasan muy lejos, pero vivimos en una zona del mundo muy marcada históricamente por guerras y pobreza. Conviene no olvidarlo. Supongo que vivir algo así te hace adulto de golpe.
Casi todos tus orígenes musicales vienen del rock anglosajón. Sin embargo, cuando descubres a Rubén Blades das un giro hacia la música latinoamericana que te marcó en lo sucesivo. ¿Cómo te lo explicas?
Yo no hablaría de giro. En mi tocata de adolescente sonaban ya Benito Lertxundi y José Feliciano alternados con los Stones o los Ramones. Lo que ocurrió cuando fui descubriendo esa y otras músicas como el rai es que comprendí que el rock y sus derivados no tenían el monopolio de lo urbano, de lo moderno o de lo creativo. Cada vez me interesan más las piezas concretas. ¿Me gusta Rubén Blades? Bueno, dime qué discos. Y ahí incluyo todo tipo de músicas. La única canción que me ha hecho llorar como un gilipollas es una pieza de la zarzuela “El caserío” que cantaba mi padre cuando se afeitaba y me pilló de sorpresa en una gala anodina. La vida es demasiado corta como para ponernos talibanes. Afortunadamente, en música sí se puede practicar el poliamor sin problemas. Dicho lo cual, “Riff-Raff” de los AC/DC o el “Live To Win” de Motörhead siguen estando en mi top 10.
Hablas poco de Zarama. ¿Quizá porque ya lo trataste en “Flores en la basura”?
Claro, no es cuestión de dar la matraca con lo mismo en todos los libros. Zarama sigue estando ahí, salpica la narración constantemente. Pero yo estoy orgulloso de lo que hicimos, que conste. Hubo grupos de nuestra hornada más famosos y legendarios… pero dudo mucho que ninguno lo pasara tan bien como nosotros. Además, varias de nuestras canciones siguen sonando tanto tiempo después. Por algo será.
Recientemente pasaste casi un año en blanco por enfermedad. ¿No te ha inspirado ningún relato o has preferido obviarlo?
Aquello fue en 2018. Estuve desde junio hasta diciembre entrando y saliendo del hospital con una pancreatitis aguda. En su momento escribí sobre ello en mis columnas de prensa. Tampoco ha sido una decisión meditada. Igual para el siguiente…
¿Qué se hace más complicado, editar un disco o un libro?
El disco es un trabajo colectivo repleto de negociaciones de todo tipo. Son meses para hacer las músicas, otros tantos para las letras, luego la grabación, las mezclas, la masterización, la promoción… Un proceso agotador que también tiene sus recompensas, sobre todo si quedas a gusto con el resultado. El libro es mucho más personal, íntimo. Las decisiones son tuyas y tú eres el único responsable del resultado final. No hay color, es más complicado el disco, al menos en mi caso.
Llevas un tiempo aprendiendo a tocar la guitarra. ¿Te ha llevado también a componer nuevas canciones?
Alguna hay, sí. Publiqué en redes un homenaje a la radio titulado “M.Z. Irratia” en compañía del músico gallego Napalm Lynott. Con él también he publicado “Zerurik Ez”, un homenaje a Eskorbuto dentro del álbum colectivo “Pizpirri”, editado por Amaiur Iragi, que ha recopilado las letras y melodías de su padre preso. Aparte de eso, me junto habitualmente con músicos de diversas edades para disfrutar. Es posible que algún día vuelva al ataque.
Cuentas que trabajar para la televisión es ideal para caer en todo tipo de dolencias y crisis nerviosas. ¿Fue esa la etapa más dura de tu vida?
Bueno, digamos que fue la más estresante. También fue una etapa en la que me pasaron cosas interesantes y conocí de cerca las tripas de un mundo que es de auténtica locura. Dirigí tres programas y presenté una historia del rock fabulosa hecha por la BBC. Como coordinador de programas en Euskal Telebista lideré la puesta en marcha de programas como “Vaya semanita” , “Wazemank” o “Euskal kanturik onena”, entre otros... No, la puta mili, sin ir más lejos, fue una etapa bastante más dura.
Guardas con orgullo haber cantado en euskera desde la margen izquierda del Nervión. ¿Cómo lo viviste en su día?
Pues con total naturalidad. La margen izquierda no es tampoco Tombuctú. Allí ganó de largo el sí al estatuto de autonomía y las concentraciones obreras acababan siempre con el “Eusko gudariak” cantado con el puño en alto. Mi padre, de Sestao, era del sindicato ELA y gustaba de recitar las palabras que sabía en euskera. Durante los años sesenta hubo varios santurtziarras militando en la primera E.T.A. y uno, Xabier Larena, estuvo procesado en el célebre proceso de Burgos. Lo de hacer rock en euskera ya era otro cantar. Había muchos ojos como platos en las primeras actuaciones. Ni abertzales ni rockeros, que vivían entonces en mundos separados, entendían bien aquello. No éramos Errobi ni Itoiz. Lo nuestro era más rápido, más ruidoso, más loco. Vivimos la experiencia de explorar un camino bastante nuevo. Hoy es el día en el que me siguen recordando con asombro aquellas primeras apariciones explosivas.
Te conozco desde nuestros inicios, de muy jóvenes, pero sí me has descubierto una cosa: tu amistad con Claudio Nadie y sus enseñanzas para subirte a un escenario...
Antes de Zarama estuve en un grupete de teatro con pretensiones de independiente que montamos en el instituto. El argentino Claudio Nadie nos daba clases en su piso alquilado de Sestao. Éramos unos imberbes y él era ya un hombre de mundo. Aquel pequeño piso solía albergar a militantes extranjeros de extrema izquierda. Se ponían como motos y correteaban en pelotas por los pasillos. Nadie me ha emocionado tanto como aquel hombre en un monólogo teatral. Rezumaba libertad y soltura. Sus textos sobre naufragios amorosos o persecuciones de los paramilitares dejaban a la audiencia pegada. Pero se enganchó al caballo y acabó fatal con todo el mundo. Años más tarde me enteré de que había muerto en su país, convertido ya en un actor respetado. ∎
En “Puto boomer”, Roberto Moso afila sus recuerdos y su suave humor para contarnos algunas fases de su vida, desde aficiones musicales –resumidas en grandes tótems del rock clásico como The Rolling Stones, Ramones, AC/DC, The Beatles, Sex Pistols, Leño o Lou Reed, o su posterior deriva hacia el mundo latino de Rubén Blades o los argentinos Bersuit Vergarabat– a su larga estancia en la radio pública vasca –memorable su personaje Lisergio Laubost– o su corta pero mucho más áspera y “frenopática” aventura televisiva. Tampoco faltan los amigos cercanos en su trayectoria como cantante de Zarama, sobre todo a través de Eskorbuto –a quienes puso nombre– o Las Vulpes.
Por sí solo ya constituiría material suficiente para elevarle a esa categoría de “boomer”, pero se amplía a golpe de Pinito del Oro, Trotski, el Athletic de las ligas ochenteras ahora que comparte txoko con Ernesto Valverde, la Barcelona de Zeleste, los bares rockeros como albergue alternativo o la casi obligada militancia política de la juventud vasca: “El sarampión del 'compromiso' se extiende por toda la península, pero en Euskadi adquiere tintes obsesivos”. La cultura de masas dándose la mano con el primer underground y ese fundamento social. Es en lo íntimo de un encuentro inesperado con el padre que llega de una dura jornada de trabajo, en contraste con el cuero y la bravuconería de la pandilla, donde logra conmover: “Y aunque traté de evitarlo, nuestras miradas se cruzaron fugazmente. Para su sorpresa, yo formaba parte de ese grupo de gamberros intimidantes”.
Moso es plenamente consciente de cómo le marcó toda esa memoria (“Los años de la adolescencia y de la juventud suelen recordarse con más detalle, después todo se va enmarañando en una bola difusa”), a la vez que reconoce la reiterada importancia, incluso trascendencia, que su generación se autoconcede: “Cuando te han dicho tantas veces que tu generación es ‘especial’, que perteneces a una juventud que marca un abismo con el pasado, cuesta admitir que otros jóvenes tomen tu lugar y que ellos también quieran protagonizar su tiempo y, además, tengan cuatro cosas que decirte que no te van a gustar”. Roberto exhibe temple para sortear esos golpes que acompañan a todo ser humano, la suficiente sabiduría para paladear lo gozoso y amenidad para contarlo. Su libro es una especie de blues alegre por lo mucho vivido y lo mucho menos que queda por vivir. A Roberto y a toda una generación, también bautizada cáusticamente como pollaviejas por los que ahora tienen que dar la cara. ∎