Algunos creían que no iba a llegar nunca, pero ya está aquí: “Romeo muerto”, el primer cómic de Santiago Sequeiros en más de dos décadas y un regreso alucinado al territorio de La Mala Pena. El autor nos cuenta qué ha pasado con su obra, con su cuerpo y con su mente en el transcurso de estos años.
En el camino de una viñeta a la siguiente, dibujar un cómic es, ante todo, construir la partitura de un ritmo para la mirada. Con cada una de sus obras, publicadas durante los años noventa, Santiago Sequeiros (Buenos Aires, 1971) gestó la música de un territorio mítico, La Mala Pena, en el que una polifonía de voces y relatos fue dando forma a la ciudad que, en “Romeo muerto” (Reservoir Books, 2021), alcanza su plenitud. “Romeo muerto” se ha hecho esperar más de veinte años, como un arrebato a medio camino entre la prosa de Valle-Inclán, el cine experimental de Buñuel, Maya Deren o Stan Brakhage y un descenso por los círculos interiores de La Mala Pena con la voz poética de Sequeiros como Virgilio.
¿Cómo es posible sostener, a lo largo de los veinte años que ha tardado en cristalizar este álbum, un mismo ritmo, una narrativa gráfica que arrastra la mirada en una misma relación de contrapunto con la discontinuidad poética de las palabras?
Me interesaba que se advirtiera la musicalidad de los textos y sostener esas dos escalas en la partitura, más allá de la historia. En 2013 ya tenía todo el storyboard y los textos, y fue al dejar de beber cuando empecé a dibujar y redibujar. Añadí dieciséis páginas y me puse a manchar con Tippex las viñetas y textos que quería cambiar. Disponía de todo el tiempo para mimar la escenografía, en la versión más definida de La Mala Pena que he dibujado nunca, y al mismo tiempo me planteé hacer el texto menos oscuro, pero acabé descartándolo; funcionaba mejor con un lenguaje más simbólico. En mis tebeos siempre he tenido muy en cuenta el oído. Mi narrativa es bastante clara. Es lo que hace que todo se enturbie en un ritmo sostenido y punteado.
Ambigú Rebis, Nostromo Quebranto, Fanny Pelopaja, Circe o ahora Romeo Resuello son personajes recurrentes en un territorio que, en ocasiones, se ha comparado con el Macondo de Gabriel García Márquez o la Santa María de Juan Carlos Onetti.
Mis temas son dos o tres: el amor, el desamor y la muerte, y con el tiempo me he dado cuenta de que en realidad se pueden ensamblar en un solo tema, que soy yo. En 1988 ya publiqué mi primera historieta sobre un sepulturero necrófilo que se enamora de una muerta y acaba por pegarse un tiro para reunirse con ella. Ahora me doy cuenta de que allí ya explicaba la historia de un hombre que se monta una fantasía macabra, una melancolía morbosa, solo para acabar matándose. Ve algo romántico en lo que ya está muerto. Es una negación de la vida. Con la terapia alcohólica me he hecho consciente de que desde el principio narro la misma pulsión con diferentes historias. Con La Mala Pena, intenté reunir en un solo territorio a todos esos personajes marcados por un sesgo trágico. Para ello no partí directamente de Macondo sino de “Palomar”, de Beto Hernandez, porque yo a García Márquez no lo leí hasta que estaba haciendo “Ambigú” (Camaleón, 1993), en Barcelona. Pero es obvio que Hernandez se inspira en Macondo para su “Palomar”. Y a Onetti lo descubrí porque, en el prólogo de “Ambigú”, Jaime Vane nombró Santa María, y yo no sabía qué demonios hacía Cristóbal Colón en el texto hasta que me dijo que leyese las novelas de Onetti ambientadas en esta ciudad imaginaria, y vi muchas cosas en común… Solo que mucho mejor expresadas. A mí, La Mala Pena me sirve para crear personajes que son facetas de mi yo e indagar en ellas. Nostromo Quebranto podría ser Romeo con muchas copas de más, podría tratarse de un solo personaje. No es que utilice los tebeos para hacer psicoanálisis, sino que adopto máscaras, porque al crear esos personajes de ficción puedo hurgar en mí sin pudor, incluso mentirme y hallar una “verdad”, una pulsión más honda, reprimida.
¿Tu trabajo de ilustración en ‘El Mundo’ o junto a Javier Sampedro, Hernán Migoya o Arcadi Espada te ha enseñado algo para el cómic?
He tratado de tener mucho cuidado y separar las dos actividades. Cuando empecé a hacer “Romeo”, me di cuenta de que me costaba sostener la continuidad de lectura, la forma gráfica de los personajes de una viñeta a otra. Dibujaba mejor, pero funcionaba peor. Por suerte, Romeo es un alcohólico, y los alcohólicos se inflan, se desinflan, parecen más jóvenes o ancianos según el momento. Para el cómic, el peso de la ilustración puede ser un lastre, así que trabajé con cautela, intentando equilibrar los aspectos negativos y positivos que me otorgaba el hecho de “dibujar más”. Como no se trata de historias frenéticas, sino que a veces me interesa retener el tiempo, cosa que consigo gracias al texto, creo que me apañé bastante. Corregí mucho, eso sí. Al final, se trata de encontrar la forma más orgánica de acoplar forma y fondo, de intentar equilibrarlo, y, en este caso, he cargado las tintas en la atmósfera, que aparece más definida. Piensa que cada original mío es la mitad de un A2. Eso me permite trabajar de manera muy detallada, y el formato final de publicación permite percibir ese trabajo.
En “Romeo muerto”, hay todo un lenguaje alquímico, que comienza con esa extraordinaria portada que evoca el colgado del Tarot, y una enorme consciencia sobre los arquetipos que aparecen. ¿Has tenido presente a Jung durante la elaboración?
Leí a Jung mientras dejaba de beber. A partir de entonces me di cuenta de la cantidad de arquetipos que había estado empleando de forma inconsciente en La Mala Pena. Me dio otra relectura y me otorgó otra perspectiva, bendito sea. Es una influencia última, sobre todo “Símbolos de transformación” y “Arquetipos e inconsciente colectivo”. En Jung he encontrado una lupa para rastrear aspectos de La Mala Pena y encontrarle un sentido a cosas que parecían más caprichosas. La portada del colgado es muy junguiana. También es el sacrificio de Adonis, y sobre su cuerpo se abre la vulva-herida de Cristo vertical, que alude a la madre tierra. He sido bastante consciente no tanto del matriarcado, sino de ciertos arquetipos femeninos, porque en realidad en La Mala Pena hay una expresión deforme del patriarcado, hay mucha mujer sacrificada. Hay un terror a lo femenino que es un lastre mío, lo admito.
Ese miedo a lo femenino, así como los caracteres desdoblados en dos personajes, recuerdan a David Lynch. Aunque vuestros trabajos son muy diferentes, pareces compartir con él el deseo de entrar en la psique de alguien, incluso en los sueños de los muertos…
A mí de Lynch me gustaron mucho “Terciopelo azul”, “Cabeza borradora”, “Carretera perdida” y, sobre todo, “Mulholland Drive”. Especialmente el tema del punto de vista narrativo en estas dos últimas: es el personaje quien dirige la película y no el director. Es una forma más depurada, en cuanto que incide directamente en los mecanismos de la narración, de lo que antes hacía con la representación, subvirtiendo una realidad aparente en una realidad subyacente. En “Romeo”, la operación es distinta, todo estriba en el autoengaño del alcohólico, en cómo se miente a sí mismo y por lo tanto confunde al lector. No hay una mirada objetiva, ni clara…, es como vidriosa y rota. Las palabras, en este sentido, cobran mucha importancia en cuanto mecanismos de encubrimiento; desvelan por ocultación.
Y en el cómic, ¿cuáles son tus maestros?
Dos tótems, en los que me he apoyado desde que empecé: Frank Miller y José Muñoz. Frank Miller en lo narrativo, y José Muñoz en lo atmosférico y gráfico. “Sin City” me pilló con La Mala Pena muy hecha, pero hay incluso algunos homenajes, como el del comisario en “Romeo”. Muñoz está presente en todo lo plástico, en los ambientes. Pero a veces son las cosas descubiertas en la infancia, en la adolescencia, las que más te influyen. A mí, por ejemplo, me marcó “Atmósfera cero”, de Jim Steranko. Y a ciertos clásicos que forman parte de una misma genealogía, como Milton Caniff y Breccia, les he prestado atención más tarde. Te das cuenta de que tú eres una rama que sale de un tronco y de la que tal vez, con mucha suerte, surgirán otras ramas.
En tu estilo hay mucho también del grabado, de la xilografía…
Claro, hay una serie de influencias más arcaicas y más o menos conscientes. Yo nunca he hecho grabados en madera, pero noto la afinidad con la obra de Frans Masereel y Otto Nückel. Me fascina el trabajo de Félix Vallotton o, sobre todo, George Grosz, al que descubrí después de hacer “Nostromo Quebranto” (Camaleón, 1995). Ahí empecé a leer el dibujo. Yo usaba el dibujo para hacer historieta, lo subordinaba a la representación de la escena; y, con Grosz, aprendí a leer el dibujo, la caligrafía de la imagen. Una línea, al juntarse con otra, no solo produce un ritmo, sino también una caligrafía. Cómo es la línea, si tiembla, si se derrama…, eso es algo que Georges Grosz es capaz de desnudar y de mostrar sin tapujos.
En Grosz es importante algo que también tú trabajas, la carne ¿Qué es la carne para el cómic, y para tus cómics?
En mi caso, aunque pueda haber paralelismos externos con la manera de trabajar la carne de Charles Burns, de David Cronenberg o Ballard, lo más importante es otra cosa: el pecado, la represión, la culpa. Cuando abordo la carne, lo hago como una metáfora existencial que alude, sobre todo, al castigo. No es que yo haya tenido una educación católica muy severa. Hice la comunión, eso sí, y después tuve una pequeña crisis existencial, dejé de creer en Dios y soy ateo. Pero tiene más que ver con fantasmagorías, con la represión. Recuerdo, cuando era joven, haber encontrado el catálogo de una exposición del Reina Sofía sobre Joel-Peter Witkin; debía ser del 88 o así, y me explotó la cabeza. Yo creo que mi tratamiento de la carne viene de ahí, de ese catálogo. Todos somos, en algún punto, carne torturada. Y en el fondo de eso palpita un temor al contacto con el otro. Yo soy una persona sociable, pero, al mismo tiempo, puedo sentir miedo a una realidad que cobija una exigencia. Por eso, quizá, me refugié en los cómics, primero como lector y, a los diecinueve años, cuando descubrí el alcohol, di con una madriguera en la que ni siquiera se me exigía trabajar. Bebía para no sentir nada. La carne es el lugar donde el pensamiento se consume, la pulsión se desborda y perdemos la integridad, nos deshacemos.
¿Cómo seguirá la saga de Romeo, el mundo de La Mala Pena? Has hablado de una tetralogía.
En mente, tengo una tetralogía, no una historia con una trama cerrada, sino un mundo, porque los personajes tienen más recorrido. Romeo termina, en realidad, donde empieza “Nostromo Quebranto”. Pero no hay un plan maestro, sino un deseo de explorar más el universo de Romeo, los pasillos del hotel y toda una serie de hechos que configuran una estructura cíclica. “Romeo muerto” no es un libro que termine con un “continuará…”, pero queda abierto a cosas que se pueden decir.
Y quizá también que se pueden no decir, a juzgar por el título…
Sí, el título, “Nein sagen”, decir no, es la primera de una serie de interdicciones o violencias del lenguaje que Nietzsche utiliza en “Así habló Zaratustra” y “Más allá del bien y del mal”. “Nein wollen” –querer no– y “Nein tun” –hacer no– serán los títulos de los siguientes álbumes. Esas formas de negación son también otras tantas definiciones del alcohólico. A diferencia de la ilustración, los tebeos no son un oficio, sino un sueño que me acompaña desde mi infancia, y quiero seguir con ellos hasta el final, hasta que me muera. Al fin y al cabo, es lo que me llevo a la tumba. Y me basta. ∎

Dibujar, en ocasiones, es una manera de quitarse los miedos, de encarnarlos en tinta. Con “Romeo muerto”, Santiago Sequeiros da forma a la versión más elaborada de su territorio mítico, La Mala Pena. Amparada en un trazo que evoca la polifonía de las muchedumbres de George Grosz y Otto Dix, la narrativa visual de Sequeiros, forjada en obras como “Ambigú”, “Nostromo Quebranto” y “Tó Apeirón” (La Cúpula, 1996), arrastra la mirada de manera vertiginosa, al tiempo que la atención hacia la palabra va urdiendo un mundo de culpa, redención y deseo. Mientras se celebran las exequias por la Mamá Grande y sobre el asfalto de La Mala Pena, cae una lluvia persistente de orujo, los personajes se ven empujados hacia interiores que, como los de Kafka o David Lynch, son enclaves sin tiempo, lugares de una eternidad póstuma que hacen de la lectura de este volumen de dimensiones descomunales una visita al abismo, el vislumbre de lo que Val del Omar definió, al subtitular su película “Fuego en Castilla”, como un “ensayo sonámbulo”. ∎