Las últimas películas del director franco-español Oliver Laxe han mantenido una potente idea sobre el poder de la naturaleza como una fuerza arrolladora e implacable. Es difícil olvidar ese incendio tan bien filmado de “O que arde” (2019), pero también aquella travesía por las escarpadas montañas marroquíes de “Mimosas” (2016). En “Sirāt” (2025; se estrena hoy), Premio del Jurado –compartido con “Sound Of Falling” (Mascha Schilinski, 2025)– en el Festival de Cannes, Laxe ha vuelto a colaborar con su equipo habitual, el guionista Santiago Fillol y el fotógrafo Mauro Herce, para trasladar a sus personajes buscadores hacia un nuevo paisaje solitario y hostil.
El polvo y la roca lo cubren todo en el enclave en el que un padre (Sergi López) y su hijo pequeño (Bruno Núñez) buscan a su hija y hermana. La descolocada unidad familiar va tras la pista de la joven desaparecida hace ya unos meses, de la que se intuye que podría estar participando en la cultura de las raves clandestinas en recónditos lugares del desierto. El destino los llevará a seguir a un grupo de raveros extranjeros, personas inadaptadas o incluso mutiladas –el guiño a “La parada de los monstruos” (Tod Browning, 1932) se evidencia en una de sus camisetas– que sobreviven en los márgenes del sistema y que podrían guiarlos a través del paisaje hasta la siguiente fiesta.
Lo físico y lo espiritual se conjugan en una historia desconcertante de primeras, inolvidable de segundas. Laxe crea con suma imaginación la que podría ser una de las mejores obras en su filmografía, pero también de las más sensoriales y enigmáticas, pues reside en ella un misterio (llámese también milagro) ciertamente inasible, cuyos indicios repartidos por todo el metraje van dejando cierto poso en el espectador.
En su comienzo, los diferentes estratos de las montañas, dibujadas desde los primeros planos de la cinta y acompañadas de un sonido electrónico gradual –premio en Cannes para la banda sonora, firmada por David Letellier aka Kangding Ray–, definen un acompasado ritmo, capaz de encadenar lo terrenal y lo espiritual. La cita que abre el filme, que menciona el estrecho puente que une el cielo con el infierno, según las escrituras islámicas, también contempla la idea de tránsito, o trance, en la que los protagonistas se ven inmersos. Por un lado, el padre y el hijo se encuentran completamente fuera de lugar, perdidos en un contexto festivo que contrasta directamente con su drama personal. Por el otro, el furioso viaje nocturno en grandes automóviles de la extraña compañía de fiesteros habla de un intento de conquista de lo desconocido, pero también de un aparatoso despliegue en nombre de la experiencia psicodélica: el todo, por unos minutos de baile bajo las estrellas.
Minutos después, la película también transita hacia otro relato inesperado. Y lo hace con la afloración de temas que escasamente se habían asimilado en su primera parte. Si la expedición comienza con un arraigado drama sobre la paternidad, la otredad y la curiosidad por un modo de vida nómada, el segundo tramo, que parece imbuido tanto de la tragedia como del mejor cine de aventuras, vira sobre el etéreo discurso de un pasado bélico, la colonización y la fe.
Pasajeros de un territorio ajeno, amenazante e invadido. Mediante un gran salto de fe, Laxe lanza dardos contra los sangrientos conflictos, la ocupación y la ambición de Occidente. Sus últimos veinte minutos son de una tensión cardíaca sublime, que no podrían distanciarse más en el tono de la primera película del cineasta, “Todos vosotros sois capitanes” (2010), aunque no tanto en su espíritu. Con el paso del tiempo, el trabajo de Laxe ha ido ganando temple, pero también espectacularidad. Lo mejor es que lo ha hecho sin dejar atrás ese discurso del individuo frente al orden cósmico natural que tanto le interesa. “Sirāt” es de esas películas que se asientan durante largo tiempo en el recuerdo, y eso sería imposible de no haber asumido ciertos riesgos con ella. ∎