En el CCCB, esta forja del sueño americano a través de la erupción masiva de barrios residenciales se explica primero desde un punto de vista histórico, con el tren y el coche privado alejando a la burguesía del bullicio insalubre de las ciudades y transformando el campo en santuario familiar y codiciado objeto de deseo. Así, lo que empezó como una tímida “privatización de la naturaleza” dio paso a mediados del siglo XIX a las primeras comunidades cerradas (Riverside, en Illinois; Tuxedo Park, en Nueva York) y, ya a principios del siglo XX, a las casas prefabricadas y el culto al césped y la gasolina como carburantes emocionales de una sociedad en brutal expansión horizontal.
“Un país de propietarios, de personas que poseen una participación real en su propia tierra, es inconquistable”, aseguró en 1942 el presidente Roosevelt. Y si algo trajo el final de la Segunda Guerra Mundial fue un alud de jóvenes soldados que necesitaban un lugar en el que echar raíces, prosperar y procrear; héroes nacionales que suspiraban por esa “participación real” en la tierra prometida. Ahí nació, en cierto modo, la Suburbia que el cine y la literatura han convertido en animal mitológico, con las promociones masivas, el bum de las sitcoms y el racismo como implacable muro de contención. “We want white tenants in our white community”, leemos en una fotografía de Walter P. Reuther tomada en 1942 en un suburbio de Detroit. A su lado, la historia de Shing Sheng, un contable chino que quiso someterse a una votación para que sus vecinos decidieran si él y su familia podían quedarse en la casa que acaban de comprar y, claro, perdió: 28 votos a favor y 178 en contra. No era nada personal, decían; simple lógica capitalista: la llegada de otros colores de piel al barrio devaluaba sus propiedades. Así de simple. “Suburbia se fundó sobre la base de un excluyente sentido de la exclusividad que sigue vivo. El racismo es solo su cara más visible”, constata Engel en el catálogo de la exposición.
A la vuelta de la esquina, era de esperar, la pesadilla residencial: el gótico suburbano, el miedo a todo lo que estuviese al otro lado de la valla y los refugios nucleares do it yourself. Turbadores óleos de escenas nocturnas del sevillano Alberto Ortega, sesiones de fotos en la casa intacta de una persona fallecida y vecinos armados hasta los dientes en una escalofriante e involuntariamente cómica serie del fotógrafo italiano Gabriele Galimberti.
Es lo que la exposición bautiza como “disturbia”, negativo y tramoya de un modo de vida cuya onda expansiva llegó a España y Cataluña ya fuese con “la caseta i l’hortet”, la fiebre del adosado o las comunidades de vecinos alentando la paranoia grupal en las urbanizaciones bunkerizadas. Puro efecto espejo e influencia global de un modo de vida que queda perfectamente encapsulado y retratado en una exposición que, puestos a pedir, quizá podría haber prestado algo de atención a la relación entre Suburbia y culturas punk y rock de las últimas décadas. Porque, ya lo cantaba Arcade Fire: “In the suburbs / I learned to drive / And you told me we’d never survive”. ∎