Si algo ha dejado claro la tercera temporada de “The Boys” (2019-) es que para su showrunner, Eric Kripke, no son demasiado importantes ni la fidelidad literal al comic book original de Garth Ennis y Darick Robertson, ni la consistencia de los arcos argumentales planteados cada ocho episodios, ni las estrategias folletinescas destinadas a suscitar el enganche del espectador a la serie durante varios años. Kripke ha basado el atractivo de “The Boys” en los personajes y, por supuesto, sus intérpretes. Desde el boom del género iniciado en 2008, pocas producciones cinematográficas o televisivas han entendido tan bien como esta que el poder más fascinante de superhéroes y supervillanos reside en su iconicidad.
En este sentido, puede que la verdadera fuerza creativa de la serie resida en sus directores de casting: Eric Dawson, Carol Kritzer y Robert J. Ulrich. Las imágenes de “The Boys” desprenden carisma, y ello tiene mucho que ver en primer lugar con el antagonismo entre el superhéroe psicótico Homelander y el outsider Billy Butcher –cara y cruz de un mismo patriarcado neurótico– y con los dos actores neozelandeses rebosantes de testosterona que encarnan a uno y otro, Antony Starr y Karl Urban. Pero los personajes que ejercen como contrapunto a Homelander y Butcher, pensamos en Starlight (Erin Moriarty) o Frenchie (Tomer Capon), también funcionan admirablemente como presencias icónicas, más allá de la carga psicológica que tenga a bien adjudicarles Kripke.
Tras la excelencia de la primera temporada de “The Boys” en todos sus aspectos técnicos y artísticos, la consistencia del reparto ya disimuló el rumbo errático de la segunda, gracias en particular a la incorporación de Stormfront (Aya Cash), una de las villanas más memorables en la historia del género. La tercera temporada de la serie también peca de indefinición narrativa. Sabemos que Butcher quiere matar de una vez por todas a Homelander, cuya locura amenaza con escapar a cualquier control, y sabemos también que para lograr su objetivo emprende la búsqueda de Soldier Boy, poderoso superhéroe de una generación previa, amén de inyectarse una variante del célebre Compuesto V que le otorga facultades sobrehumanas temporales a cambio de ciertos efectos secundarios. Pero este núcleo dramático a veces pierde fuelle entre subtramas orientadas a llenar metraje y momentos de provocación o violencia desatada –señas de identidad de la serie– cuya inesperada falta de intensidad deja un poso de frustración.
Así ocurre con la publicitada escena de orgía que tiene lugar en el sexto capítulo, y con el clímax ubicado en el cuartel general de la corporación Vought. ¿Ha agotado “The Boys” todos sus cartuchos en esta tercera temporada? Hay un detalle significativo, y es la ampliación indiscriminada de protagonistas sin que (¡spoiler!) ninguno de ellos sucumba en última instancia a un destino fatal, a pesar de que Kripke y su equipo amagan una y otra vez con eventos irreversibles y la lógica de la serie haya satisfecho esa promesa en anteriores ocasiones. La nueva estrategia abunda en lo comentado al inicio: el panteón de héroes y villanos que habita “The Boys” es fantástico, tanto por sus personalidades como por la labor de los intérpretes a su cargo, de modo que no nos cansamos de verlos interactuar. Pero eso amenaza con abocar el relato a la autocomplacencia. Una serie de naturaleza presuntamente iconoclasta en relación con el canon superheroico tradicional mantiene el tipo hoy por hoy alentando nuestro culto entusiasta por ídolos con pies de barro. ∎