Cuando Juliette Binoche, la presidenta del jurado de la última edición del Festival de Cannes, anunció que “Un simple accidente” (2025; se estrena hoy) era la ganadora de la Palma de Oro, el contraplano que siguió fue tan insólito como simbólico. Entre las butacas del Palais des Festivals se hallaba, emocionado tras unas gafas oscuras (similar a las que llevaba su mentor, Abbas Kiarostami), Jafar Panahi, el director de la película, más de dos décadas después de su última visita a Cannes y tras quince años de prohibición por parte del régimen de su país, Irán, tanto de hacer cine como de viajar al exterior.
A lo largo de esos quince años, Panahi ha desarrollado una filmografía clandestina en la que, a través de elaborados y austeros ejercicios metalingüísticos, ha defendido una concepción del cine como acto de resistencia. Como tantos otros cineastas que hicieron cine en clandestinidad bajo regímenes autoritarios, Panahi ha hecho de la necesidad virtud, sacando partido de los escasos recursos de los que disponía y destilando, en obras maestras metacinematográficas como “Esto no es una película” (2011) o “Los osos no existen” (2022), un estilo naturalista muy personal basado en la fe inquebrantable en el lenguaje y en los recursos formales y narrativos que el cine permite. La extraordinaria “Los osos no existen”, por ejemplo, se inicia con un elaborado plano secuencia que, con un simple movimiento de alejamiento de la cámara, nos revela que lo que estamos viendo es, en realidad, una película dentro de la propia película, dirigida por el propio Panahi (protagonista habitual de su cine, seguramente obligado por las circunstancias) a distancia, y a través de su ordenador, desde su exilio en un pueblo en la frontera con Turquía.
Hace un par de años, el régimen iraní levantó a Panahi las restricciones de movimiento y de trabajo, por lo que era esperable, en un cineasta para el que sus condiciones vitales forman parte ineludible de su obra, que “Un simple accidente”, primer filme realizado tras la eliminación de ese veto, tuviera un carácter distinto a los anteriores. Esta sigue siendo una película rodada en clandestinidad, realizada a cubierto de las miradas de las autoridades iraníes, pero la nueva libertad de movimiento de Panahi se nota a la hora de plantear una obra que se aleja de lo metacinematográfico, aunque no de lo biográfico, y que parece tener un ámbito de acción y una voluntad más masiva que sus anteriores películas.
El protagonista es Vahid (Vahid Mobasheri, ya presente en “Los osos no existen”), un hombre corriente que cree reconocer en el aparentemente inocente padre de familia que acaba de entrar en su trabajo por azar, debido a un fortuito accidente de coche, al violento funcionario del régimen que lo torturó en prisión. Cegado por la rabia y con sed de venganza, Vahid lo secuestra y decide enterrarlo vivo en un lugar inhóspito a las afueras de Teherán, pero los lamentos del hombre le hacen dudar: ¿y si no es él su torturador? Vahid decide entonces reunir a un grupo de personas, que también estuvieron en la cárcel con él y fueron torturadas, para que lo ayuden a reconocer al sanguinario criminal. El simple planteamiento de la trama sirve para certificar lo lejos que está, al menos aparentemente, de muchas de las obras previas de Panahi: el cineasta cede el protagonismo a un grupo coral de personajes de ficción y desarrolla un relato complejo y tenso con aires de thriller, en el que se disecciona con escalpelo la sociedad iraní (la visita al hospital es aterradora) mientras se reflexiona sobre las consecuencias de la tortura y el encarcelamiento años después de haber finalizado, la moralidad o inmoralidad de la venganza y la necesidad de las víctimas de reparar el trauma sufrido.
Sin embargo, y a pesar de la evidente ampliación del foco del relato, “Un simple accidente” sigue siendo, desde su fantástico inicio y hasta su inolvidable desenlace, un filme absolutamente de Panahi. Por un lado, debido a su carga autobiográfica: Panahi estuvo varias veces en prisión y muchas veces fue interrogado con los ojos vendados. Esa experiencia, así como la relación tanto dentro como fuera de la cárcel con presos políticos, es lo que constituye el corazón narrativo del filme. La obsesión de Vahid por el sonido chirriante que emite la pierna ortopédica de su torturador, a quien reconoce solo por ese sonido característico, por su voz y por su olor corporal, tiene que ver directamente con esa experiencia personal del cineasta. Por otro lado, Panahi cuenta esta historia de venganza, así como los dilemas morales que plantea, ofreciendo una lección magistral de cine y mostrando, de nuevo, una confianza total en la potencia del lenguaje cinematográfico.
Los numerosos planos secuencia y generales con que captura a ese grupo de víctimas –igualmente dañadas pero con ideas distintas de cómo responder ante su agresor: ¿deberían matarlo inmediatamente?, ¿o deberían esperar a que confesara sus crímenes?, ¿o tal vez se están empezando a parecer a él al dejarse llevar por la violencia?– certifican visualmente el modo en que Panahi muestra todas las opciones por igual, sin situar una por encima de la otra, exhibiendo una empatía por las debilidades y claroscuros del alma humana así como un humor surrealista –no en vano se cita explícitamente “Esperando a Godot” (Samuel Beckett, 1952) en una escena– que son centrales en su cine.
Sin embargo, si hay un recurso fílmico que el cineasta sublima en esta película, es el uso del fuera de campo. En esta reflexión, más abstracta de lo que parece a simple vista, de las consecuencias atemporales de la violencia, el supuesto torturador está casi todo el metraje fuera del plano, mientras el encuadre está ocupado por esas víctimas que, atrapadas en el círculo interminable del trauma, giran en torno a él dirimiendo qué hacer. Panahi se reserva para el desenlace la aparición definitiva del sospechoso de haber cometido esos horribles crímenes, filmado en un larguísimo plano secuencia bañado de rojo que rima, a la perfección, con el que abre el filme. En la última escena, difícil de borrar de la memoria, un simple sonido en fuera de campo sirve para certificar hasta qué punto la violencia, el miedo, la amenaza y la arbitrariedad forman parte de la vida cotidiana de cualquier persona que viva bajo un régimen autoritario. ∎