Por muchos millones de discos que vendiera, George Michael (1963-2016) siempre buscó validación artística. Credibilidad. Que se le tuviera en cuenta como creador de fuste. Baste recordar el título de su segundo disco en solitario: “Listen Without Prejudice Vol. 1” (1990). La leyenda adjudica a “I’m Your Man” (Wham!, 1985) la génesis de aquel “cuelga al DJ porque la música que pincha no dice nada sobre mi vida” de The Smiths (“Panic”, 1986), pero en 1984 Michael y Morrissey habían coincidido en un sesudo coloquio en la BBC sobre el legado de Joy Division, que puede verse en YouTube.
Incluso el primer single de Wham!, aquel cándido “Wham Rap! (Enjoy What You Do)” de 1982, nació como crítica social cuando la tasa de desempleo británica rebasaba cota histórica. Todo aquello iría diluyéndose y es cierto que su argumentario a lo largo de los cinco años que estuvieron en activo no fue mucho más allá de una resultona puesta al día de ritmos Motown, herencia disco (e incluso hip hop) y baladones románticos servidos en infalible mejunje con traza de fenómeno para adolescentes. Pero Wham! no fueron un producto prefabricado.
Aprovecharon una baja de última hora en el programa ‘Top Of The Pops’ en 1983 para cobrar notoriedad. Supieron jugar sus bazas. Y la gran virtud del estadounidense Chris Smith –ducho en documentales musicales de montaje ágil y trama bien sostenida; el último fue “Fyre. La fiesta más exclusiva que nunca sucedió” (2019) sobre aquella gran estafa con forma de festival para ricos– es revelar todo aquel proceso mediante un relato enhebrado con las voces en off de Georgios Panayiotou (el nombre real de Michael) y Andrew Ridgeley, así como con abundante material de archivo e incluso las cincuenta carpetas de recortes de prensa que la madre de Ridgeley fue acumulando en su casa. El material es abundante, y la idea partió de “Wham! George Michael & Me” (2019), el libro autobiográfico de Ridgeley.
“Wham!” (Netflix, 2023) es la historia de una amistad que nació en la Bush Meadows School de Watford cuando ambos contaban solo 12 años, y se desarrolla como un interesante juego de espejos en el que las tornas cambian con el tiempo: Ridgeley era en su adolescencia el talentoso, el atractivo, el carismático y más seguro de sí mismo, mientras que Georgios (“Yog”, en boca de su compañero de pupitre) era el pequeño gafotas, hijo de inmigrantes, recién llegado a la barriada de Radlett y aterrizado en una nueva escuela; el acomplejado, el apocado, el patito feo. Hasta que decidieron poner en pie su propio proyecto musical (ojo: hicieron sus pinitos en el ska) y su carisma se destapó cada vez que pisaba un escenario.
Entonces permutaron roles de forma natural sin que la química se alterase y vendieron más de treinta millones de álbumes en solo cuatro años, se llevaron un premio Ivor Novello, llenaron el estadio Wembley y compartieron estrado en el macroconcierto benéfico Live Aid (1985) con quienes hasta hacía dos días eran sus ídolos: el dueto aquella tarde entre Elton John (uno de sus principales valedores) y George Michael (“Don’t Let The Sun Go Down On Me”) fue como la tarjeta de presentación para la carrera en solitario de una estrella que vivió durante años el contrasentido de la aclamación popular y una creciente introversión, atenazado por la no revelación de su homosexualidad. Su gran drama fue la permanente busca de validación externa para superar sus inseguridades, incluso cuando ya había salido del armario y seguía vendiendo discos como rosquillas. Sus años más felices, se cuenta aquí, fueron en los que tuvo a Andrew Ridgeley como soporte y también pararrayos: los excesos públicos de uno oscurecían el perfil público del otro. Y prevalece a lo largo de sus 92 minutos aquella irrepetible simbiosis. ∎