Disco destacado

Anari

Giza zarataTristuraren industria-Gran Sol, 2024

Anari es un estado de ánimo que se enraíza en el rock trascendental –a la usanza del estilo trascendental en el cine– tal y como lo conocemos. O, mejor dicho, como lo solíamos conocer; esa antigua pulsión rock transformadora de vidas. Eso, ese cuajo que ya viene de serie, se tiene o no se tiene. Hablo de un temperamento rock que, aun perteneciendo a una cantautora, es capaz de emocionar como solo una voz que recita cantando puede hacerlo. Anari siempre fue especial con su folk robustecido con nutrientes rock heredados de su conexión filial con el post-hardcore vasco. Una artista a medio camino entre Mikel Laboa y Lisabö (y no exagero). Desde su debut en 1997, ya dejó huella con el severo “Anari”, observatorio folk con esquirlas slowcore, una constante en su obra.

Tras haber publicado “Habiak” (2000), la recuerdo en aquella gira con Lisabö y Dut en 2001 que impactó con la fuerza de un triángulo equilátero perfecto. Tres años más tarde, en la fiesta del veinte aniversario de Rockdelux en La Riviera, desbordaba emoción entre bambalinas ante la posibilidad de conocer a Enrique Morente en persona; me hizo gracia su comentario tipo “Morente, imagínate…”, o algo parecido, que me transportó a la Michelle Shocked de “Anchorage”: New York City, imagine that!”. Conmovía aquel entusiasta reconocimiento a un grande, como si ella no lo fuese ya entonces, aunque le faltara un año para “Zebra” (2005), su reafirmación, y cinco para “Irla Izan” (2009).

Después de “Zure aurrekari penalak” (2015), que tuvo una inmediata y extraordinaria continuación en el EP de seis temas “Epilogo bat” (2016), Anari ha regresado en 2024, nueve años después, al formato largo con su sexto álbum en estudio en casi tres décadas de carrera. Y aquí está de nuevo: tan mayestática y rotunda como siempre, con ese aplomo tan visceral como intimista, con su lírica punzante entre tinieblas. Rock trascendental, sí. Como el que ha caracterizado a la guerrera del underground Thalia Zedek en su larga trayectoria (Uzi, Live Skull, Come, E). Como el que sigue latiendo en la excelsa superdiva terrenal PJ Harvey. Como el que impartió para la posteridad la madre superiora Patti Smith. Anari pertenece a ese nivel de grandes compositoras, sí. Su nuevo disco lo confirma. Es una nueva demostración de su intensidad compositiva, que nunca ha bajado del notable alto; de ahí hacia arriba.

Así que, sin haber perdido nada de sus valores artísticos por el camino, Anari sigue sonando infalible aferrada a una cierta navegación pop –aquí con un Joaquín Pascual, coproductor, iluminado– que, a pesar de su crudeza poética característica, nunca ha abocado su discurso a un fatalismo terminal. Y sin necesidad de elementos superfluos que distraigan, sus canciones –entre la melancolía y el escalofrío– van directas a las entrañas, a la médula, y procuran sensaciones de replanteamiento intimista en una especie de retiro espiritual mundano que ausculta, en certeras frases que desarman, el pálpito del mundo en crisis –de lo colectivo a lo personal– que nos rodea y en el que, queriendo o sin querer, todos participamos, a veces como víctimas, otras como verdugos. Letras que le lanzan un pulso a la forma de vida de la sociedad actual a cada estrofa, una y otra vez. Realismo sucio (el del Raymond Carver del título: “El ruido humano”). Realismo poético, no mágico, porque la magia no está permitida en esta lírica abrupta que, aun percibiéndose adusta, respira amor por las víctimas-personajes que le dan vida. Son poemas que se inflaman con el canto inflexible de Anari, a veces monocorde, como una lluvia fina que, casi imperceptible, empapa por reiteración y humedece nuestra percepción sensitiva.

Anari observa: “Cada cual en su coche, cada cual en su propio accidente”.
Anari observa: “Cada cual en su coche, cada cual en su propio accidente”.

La primera y deslumbrante canción de “Giza zarata”, “Troiako zaldia”, ya muestra la magnitud de Anari (una vez más): “Una inmensa luna brillante y triste asoma lentamente entre los tejados de los edificios; es un caballo de Troya que avanza sereno, imparable. Occidente contra su culpa. Desastres propios y desastres naturales. Restos de cocaína y prozac en los ríos: primeras e inequívocas señales de un mundo que amenaza ruina. Es difícil explicar dónde y cómo empezó; todos allí varados en un gran accidente múltiple. Cada cual en su coche, cada cual en su propio accidente. Contenedores y continentes ardiendo, un fuego que nunca se apaga en ninguna parte. Lo que no tenemos es lo que nos duele, y en esto podría resumirse todo. Euforia, culpa y melancolía en las hipnóticas coreografías de los bancos de peces drogados. Un nuevo orden disfórico en un viejo mundo que amenaza ruina. Cada cual en su propia guerra, cada cual en su propio accidente: un cáncer, la hipoteca, la soledad, o todo junto. Y rara vez, una hermosa mañana en un mundo cruel. Desastres propios y desastres naturales. La narración quebrada y fragmentada de occidente: evidencias falsas, verdades y posverdad. Euforia, culpa y melancolía. Imparable, sereno, avanza el caballo de Troya”.

Y hay nueve más, tan o más impactantes, donde la violencia, la soledad, la precariedad o la monotonía son notariadas en un juicio sumarísimo contra nuestros propios instintos autodestructivos y nuestra protectora burbuja burguesa. Pone voz al gran-pero-simple Raymond Carver en el cierre –“Podía escuchar mi corazón latir. Podía escuchar el de los demás. Podía escuchar el ruido humano (…) que hacíamos allí todos en silencio”–. En la marcial, casi hímnica, “Vesna Vulović” se acuerda, como metáfora, de la mítica superviviente y heroína yugoslava –“No, no eres Vesna Vulović, pero tú también te has pegado unas buenas hostias en esta vida. Caer, levantarse y seguir adelante. Aunque sea a tropezones, mira hasta dónde hemos llegado”–. Hay un guiño contextual al primer álbum de sus amigos Lisabö –“Te asaltan unas ganas enormes de incendiar el mundo, sales al balcón y enciendes un cigarro. Una distancia estética y quedarte en ella. Pones ‘Ezarian’ de Lisabö”–. Se escuchan ráfagas de Dylan (en el órgano mercurial de “Edertasun arraroa”, canción con “un toque Micah P. Hinson, más seco”, según ha declarado la autora) y se destila esencia del Nacho Vegas bueno (en el tempo dramático creciente de la citada “Troiako zaldia” y en la más rockera “Inmolazioa”). Todo ello, más subsistencia, blindaje migratorio, selfis en tiempos de guerra, huellas (de carbono y sentimentales) y la extraña belleza de los lugares abandonados, hace de “Giza zarata” otro triunfo indiscutible de Ana Rita Alberdi Santesteban: Anari, Anari, Anari. ∎

Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados