Nacida y criada en Los Ángeles con una dirección claramente artística –antes de cantante también ha sido modelo, y su tío era agente de giras internacionales, aunque sus padres, también artistas, prefirieran para ella un camino menos alternativo: abogada o doctora–, los pasos de Annahstasia Enuke, sin embargo, han buscado conscientemente separarse de las industrias de factura de productos culturales, y su debut es, en muchos sentidos, una especie de statement en este sentido: un desafío a las expectativas que la industria tiene hacia la belleza, hacia la fuerza, pero también hacia la raza; un manifiesto en favor de la diferencia, la calma, la paciencia, el fuego lento. Ella misma le contó a ‘NME’ que sus inicios en el mundo de la música estuvieron marcados por todo tipo de presiones externas: ¿una artista negra haciendo música folk y no pop, soul, R&B o cualquier género con trasfondo “urbano”? ¿Y cantando con gravísima hondura cazallera y no con florituras y arabescos dignos de ‘Operación Triunfo’? De ninguna manera.
Pero confiar en su instinto, y en cierto sentido lanzarse hacia el vacío, le ha terminado dando los frutos que ella buscaba. “Tether”, su debut largo, llega en drink sum wtr, un sello independiente fundado por una entente cordiale entre Nigil Mack –ex Motown, Republic– y los fundadores de Ghostly International –Sam Valenti IV– y Secretly Group –Chris Swanson– con mucho interés en dinamitar las expectativas que se tiene de la “música negra”, y es en general un ejercicio de expresión libre con vocación generalista pero espíritu verdaderamente alternativo que ha llamado hasta la atención de Kendrick Lamar –su vecino angelino ha contado con ella para el videoclip de “luther”–. Junto a un casting increíble de productores formado por Jason Lader (ANOHNI And The Johnsons, Frank Ocean, Lana Del Rey), Andrew Lappin (Cassandra Jenkins, L’Rain, Luna Li) y Aaron Liao (Liv.e, Moses Sumney, Raveena), Annahstasia se acerca a muchos de los artistas con los que ellos han colaborado, pero también a clásicos como Joni Mitchell, Nina Simone o Nick Drake y al sonido de Sufjan Stevens en una pastoral oscura y agridulce que siempre yace en zonas muertas, en espacios liminales entre la alegría, el deleite y un llanto hondo y profundo que se acepta –y se ahoga– con pretendida serenidad.
Con el amor y el desamor como telón de fondo, construyendo esa intimidad descarnada que a veces dan las confesiones a flor de piel de dramas románticos –solo hay una excepción, una “Silk And Velvet” que reflexiona sobre la intencionalidad en el arte (“Maybe I’m a moralist, an anti-capitalist who sells her dreams for money to buy her silk and velvet”, canta) y que marca además el momento más experimental y ruidoso del trabajo, con las cuerdas convocando un riot–, la artista va desplegando un tratado de música de raíces americana que, pese a mantenerse en general a ras de suelo, aferrada por guitarras punteadas, banjos o pianos sutiles, también se eleva a territorios más espirituales, y que emplea el góspel –en “Villain”, por ejemplo– para incendiarse de un modo más pasional y para permitirse alguna licencia maximalista. “Unrest” progresa mediante una brisa de vientos muy Sufjan; la preciosa “Slow” –con la colaboración vocal del británico Obongjayar– serpentea el groove invisible de la canción con la gracilidad de una ANOHNI y, de nuevo, experimenta un crescendo de égloga impulsado por flautas. Y “Overflow” se acerca a un discurso más pop y a los territorios de Tracy Chapman no solo en lo musical, también en la construcción de su lírica con frases como “Put your faith in your pocket and go / It’s not the same as letting go” o “You sell yourself or you sell your soul / You get up, you play the game / And it grows old”: la poesía es otro interés evidente en el álbum, y no hay forma más rotunda de dejarlo claro que contar con la participación de aja monet en “All Is. Will Be. As It Was”, como lo es la intención de subvertir la idea de “black folk music”.
Pero el centro verdadero, y lo mejor de “Tether”, es la voz de Annahstasia: henchida y engolada en la más intensa “Waiting”; ahogada por momentos, como un fantasma viejo del pasado, en “Take Care Of Me”... pelos de punta cuando el melotrón evoca el vibrato de su timbre quebradizo en el estribillo en una sección que recuerda sucintamente –sin llegar a su aura de grandeza psicodélica y de abducción alienígena, ni a sus casi diez minutazos– al “Venice Bitch” de Lana Del Rey. Al final, tras la intimidad, tras la calma, la imprevisible tormenta de “Believer”: seis minutos que sacan ramalazo de alt-rock de estadios, que arrancan en una estrofa clásicamente impecable –ese fraseo emocionante: “You’re always keeping a ledger / Always counting on every nickel and dime”–, que atraviesan también un llano de balada a piano y que estallan de nuevo en puro rock springsteeniano, en puro góspel, en puro soul, mientras la angelina deja ir su lado más cantante y se desmelena en plan Tina Turner para volver a recogerse al clímax: creer en la singularidad de la voz propia no solo es un acto de egolatría, valentía o rebelión; también puede ser la única forma de perseguir nuestros sueños sin apartar demasiado la vista del camino correcto. ∎