Hablar de
Antony And The Johnsons significa hablar de una de las más excitantes propuestas musicales surgidas a finales de los noventa. Para algunos, la mejor. Lou Reed se enamoró de su obra nada más escuchar
“Antony And The Johnsons” (2000) –su único LP en estudio hasta la fecha, grabado entre 1997 y 1998, publicado por David Tibet (Current 93) en su sello Dutro con distribución de World Serpent, y ahora reeditado por Secretly Canadian– y desde entonces no ha dejado de llevárselo de gira en cuanto ha tenido ocasión. Laurie Anderson asegura que Antony And The Johnsons es, en la actualidad, su banda favorita. Y es que la suya es una música a la que no dudaría en calificar como absoluta, puesto que, aparte de nacer de las entrañas, adopta formas extremas –a veces tierna, a veces agresiva– que poco o nada tienen que ver con los lenguajes musicales más o menos convencionales.
Si uno fuera capaz de imaginarse a Nina Simone confundida por su identidad sexual, o si se pudiera rescatar al Bryan Ferry de los primeros Roxy Music y despojarlo de vanidad, entonces podríamos trazar un difuso boceto del descomunal cantante que es Antony, cuya moduladísima voz solo parece conocer el delirio del amor, la fuerza de la ansiedad, el dolor del sexo y los colores del cielo y la sangre. The Johnsons, la elegante formación semiclásica que lo acompaña, arropan su andrógina personalidad con una generosidad arreglística y una precisión técnica fuera de lo común. No hay trampa ni cartón, y sí un torrente creativo de los que quitan el hipo. Debemos darle las gracias a David Tibet por habernos descubierto semejante maravilla. ∎