En un año difícil para el pop mainstream, con discos embarrados en excesivo discurso, explicitud personal de nivel casi pornográfico o una sensación de pastiche abrazalotodo que no termina de concretarse –o que no acierta a sumarse a tal o cual moda–, una escucha de “HIT ME HARD AND SOFT” basta: estamos ante el gran disco de big pop del año, al menos de momento. El único que ha entendido que en el balance de las tres cosas, el discurso, la confesión y el pastiche, está el secreto de las corrientes de la actualidad. Ningún estilo le sirve como hilo conductor, tampoco ninguna narrativa personal de Billie Eilish –aunque se intuyan todo el rato los estragos sentimentales de un triángulo amoroso–, y no hay grandes reivindicaciones ni una actitud que quiera ser bandera de nada. Y, sin embargo, en “HIT ME HARD AND SOFT”, de algún mágico modo, todo parece girar sobre Eilish y sobre su forma de hacer y de vivir las cosas. En mucho se siente, de hecho, como la imagen de su portada misma: como hundirse de lleno, con piedras en los bolsillos, en el universo privado de la angelina.
Un universo que es a la vez más concreto y más abierto que nunca, que mira muchísimo hacia el pop británico –europeo en general– de los noventa y los dosmil y que, a través de eso y un salto evidente en la producción de su hermano Finneas, logra actualizar, ahora sí, los preceptos artísticos que vimos en “WHEN WE ALL FALL ASLEEP, WHERE DO WE GO?” (2019). Aunque el captatio benevolentiae sea el emocionante y continuista baladón “SKINNY”, realmente donde antes había excentricidades ahora hay sobriedad y seriedad, y la extrañeza llega en forma de sorpresas vocales, secretos, detalles de orfebre como las flautas andinas de “WILDFLOWERS” –una balada en crescendo que entristecería a la mejor Taylor Swift–, referencias imposibles, cambios de ritmo, tono o modo o breaks de sintetizador imprevisibles, como sucede en ese perfecto funk noctámbulo que es “CHIHIRO”, donde el juego es fusionar al mejor Calvin Harris, el más contenido y elegante –el de “Slide”–, con un productor tipo Danny L Harle o A.G. Cook, de los que están en la falla entre el europop y la vanguardia; el final se corrompe en una espiral synthwave y aquí no ha pasado nada.
Es esta la tónica general del tercer trabajo de Billie Eilish, que basa su grado de experimentación en el dominio versátil de sus autores respecto a todo lo que tocan, pero que en ningún momento pierde el norte ni el embrujo inmersivo –dándole todo el sentido a la decisión de no sacar singles–. Parece imposible que un balada minimalista y sencilla como “THE GREATEST”, que va meciéndose entre cuerdas temblorosas y una guitarra varada, pueda estallar como lo hace en esa coda de épica grandilocuencia noventera sin terminar en desastre, pero es hasta emocionante ver a Eilish forzando la voz hacia lugares tan björkianos. Y lo mismo sucede conceptualmente en “L’AMOUR DE MA VIE”: comienza renqueante, desperezándose de un jazz soul ligeramente tirado hacia un reggae acuoso, para ir construyendo poco a poco su identidad pop. Pero tras un interludio en el que la voz de Eilish se pitchea para parecer surgida de una radio de los años cincuenta, entra un bombo trancero y se la lleva a su propia pista eurodance.
Son juegos que trascienden, en general, la producción, y que afectan más que nunca al rango vocal de la artista de 22 años, que en “HIT ME HARD AND SOFT” es capaz de cosas que quizá muchos no imaginábamos de ella, accediendo a los lugares más sofisticados y preciosistas del imaginario pop contemporáneo y alejándose lo justo de su característico ASMR, pero sin perder ni un ápice de su personalidad. Es brutal “LUNCH”, de hecho: un trallazo pop detalladísimo, aderezado con pianos tranceros, y en el que Eilish canaliza como nunca la influencia de Gorillaz, de quienes siempre se ha declarado enamorada –llegó a subir a Damon Albarn al escenario en su actuación en Coachella, presentándolo como “el de Gorillaz”, no “el de Blur”–. O “BIRDS OF A FEATHER”, que fusiona con soltura a Taylor Swift y a Lorde pero aportando una crudeza muy noventera, muy Cardigans, muy Cranberries.
En la terna final del álbum Eilish se convierte por derecho propio en inesperada heredera espiritual de Lana Del Rey –algo que en cierta manera ya se escenificó en el último Coachella–. “THE DINER” es puro Lana cuando se pone hip hopera y turbia, pero al mismo tiempo funciona como una actualización de las vibras tarantuleras de su primer disco, en línea con la letra, que asume la perspectiva de uno de los muchos stalkers que vigilan su casa desde que es (mega)famosa. “BITTERSUITE” emparenta con su vulnerabilidad y su manejo de las cadencias tropicales: pese a detonar el desenlace, el tema parece además recrear el concepto del álbum, ese descenso a la ingravidez subacuática que de pronto adquiere flotabilidad y respiración branquial para adentrarse, quizá entre calipsos, en su propia Atlántida. Y en “BLUE”, que enlaza con su predecesora en un magnífico flujo de corrientes marinas, donde Lana elige la bruma, Eilish escoge las luces de ciudad, la carretera, el dormitorio y el club. Al principio puede parecer solo el nuevo “Summertime Sadness”, pero pronto se erige como una mastodóntica suite que bascula primero hacia el monólogo interno para ir mutando, de nuevo, entre efectos y arabescos, hacia un trip hop siniestro que coquetea hasta con aires jamesbondianos, y que por un momento hasta nos permite imaginar qué hubiera pasado si Muse no se hubieran ido a la mierda.
En fin, un disco que recuerda mucho en ánimo a “Melodrama” (2017) de Lorde, que es gigante y a la vez chiquitito, que golpea, como reza el título, a veces suave y a veces fuerte. Y que captura a la perfección la universalidad de los sentimientos de una mujer joven que es consciente del tiempo en el que vive y del momento que está viviendo. ∎