Cuando un músico tira de la misma fórmula durante ocho discos confiándolo casi todo a la brillantez de las composiciones, los detalles que marcan los pequeños cambios cobran una gran importancia. Uno de los atajos es cambiar de productor en cada trabajo. Es como invitar a alguien externo a la banda para que aporte su visión de la misma, diferente de la de los anteriores. Ese ha sido el modus operandi de Cloud Nothings desde su homónimo primer LP allá por 2011. Si en su anterior trabajo –“The Shadow I Remember” (2021)– volvían a recurrir a Steve Albini, tras su brillante labor en “Attack On Memory” (2012), ambos con ese acabado crudo característico, para este nuevo intento han recurrido a Jeff Zeigler –productor de Kurt Vile y The War On Drugs– buscando una producción más limpia, con más brillo. Aparte de aportar dichas propiedades, ha ayudado a engordar y otorgar peso al sonido de la banda. Y eso que estos han vuelto a una formación de tres miembros, con la marcha del bajista TJ Duke, cubierta por Chris Brown, el segundo guitarrista. Siguen el contundente batería Jayson Gerycz y, cómo no, el líder absoluto, Dylan Baldi, que, con quince años de carrera, cumple este año la edad de Cristo; no está nada mal.
Pese al tiempo transcurrido, el entusiasmo y el arrojo puestos en cada tema siguen siendo los mismos. En este álbum, con cambio de compañía de discos y una mirada más positiva, que se ha filtrado en las letras, las ganas de realizar algo grande se palpan desde el principio. En la apertura, con la titular, un juego de sintetizadores, inusual en ellos, crea una capa de misterio que es rota por un acelerado ritmo motorik que arrima a su puerto la guitarra y la voz de Baldi, con una de esas melodías sacadas de su chistera sin fondo. Para “Daggers Of Light” reducen velocidad, que no pegada; un medio tiempo con fuerza, como los de Bob Mould. “I’d Get Along” resume en una breve letra el sentimiento del álbum, “si algo pasara conmigo, me las arreglaría”, que a voz en grito resulta muy creíble. Hay también momentos para proyectar la rabia en aquellos intolerantes que ponen palos en las ruedas de los demás –él tampoco les pone nombre–, como en la airada “Mouse Policy” o la más templada “Silence”.
Aunque se le han puesto varias etiquetas a su música, aquí revalorizan el denostado término indie rock, entendido a la manera de los Superchunk más eufóricos. En ciertos parajes como en “The Golden Halo” parece que el espíritu de los de Chapel Hill ha tomado el mando. También invocan a todos esos artistas, sea cual sea su estilo, que combinan melodía en carne viva con intensidad guitarrera, con claraboyas para que entre la luz, como Jay Reatard, The Replacements o Jawbreaker.
Citábamos en el primer párrafo las opciones para dotar de interés un nuevo disco cuando un artista insiste en los mismos parámetros musicales. Sobre todos ellos, el más importante en este género es tener un buen puñado de estribillos, puentes y riffs atractivos, en definitiva grandes canciones. El pozo de Dylan Bradi no es que no esté seco, es que su agua brota fría y poderosa, y la nueva forma de presentarla la hace de lo más atractiva, por mucho que no sea tan distinta a la de siempre. ∎