Álbum

Confeti de Odio

Hijos del divorcioSonido Muchacho, 2022

Entre lo entrañable y lo patético, o más bien girando sobre lo entrañablemente patético (que pueden llegar a coincidir), se ha movido hasta ahora –en lo lírico– la trayectoria del madrileño Lucas Vidaur, con un sentido del humor y una (afortunada) orfandad de trascendencia que hacen que su cortavenismo ni aflija ni enerve, sino más bien divierta. Lo expresa él mejor que nadie en “El malo final”: “No sé si no entiendo tus bromas, o es que dan vergüenza ajena, pero si te enfadas me insultas, y eso siempre me hace reír”.

Su primer álbum,“Tragedia española” (2020), fue una de las bocanadas de aire fresco más reconfortantes de ese nuevo pop independiente español doméstico y descreído ya de fábrica, porque expresa el desengaño de una generación que apenas espera nada porque nada se le prometió. Su reto ahora es lograr que esa frescura no se marchite por el camino, demostrar un crecimiento sostenible, y en ese sentido puede decirse que este segundo largo es más dispar en todos los sentidos: en lo estilístico, pero también en su promedio de dianas, algo menguante.

Lo que no decae es el autoflagelo: “Madres fábricas de traumas, padres despreciable fauna… estoy condenado al dolor”, canta en “El coro de los hijos del divorcio”, dando a entender que de tal palo tal astilla, y que estamos condenados a repetir los mismos errores que nuestros padres. Sin acritud: “Odiamos a nuestros padres, pero igual ellos tenían las mismas dificultades”, reza una “Llamamiento” que deriva en una “Bohemian Rhapsody” de baratillo, en unos Muse de bolsillo (o de riñonera): primera nota (algo) desconcertante de un disco, ya lo decimos, desigual. La segunda, el retruécano de abundar en el Auto-Tune en una balada de corte sixties como “Solo y sin ganas”. No siempre los polos opuestos se atraen ni funcionan bien por oposición.

Podemos localizar un guiño a Kanye West en otro Auto-Tune más logrado, el que se mezcla con los sintetizadores de “80’s & ojeras”, o a The Jesus & Mary Chain en el veneno azucarado que destilan las guitarras de “Déjales entrar”, pero Confeti de Odio puntúa más alto cuando afila el estilete en estribillos tan eficaces como el de “Estrella”, la ya mencionada “El malo final” y, sobre todo, cuanto más delicado se pone, como en la extraordinaria (de principio a fin) “¡Ya no puedo más!”.

En general, le sienta mejor la contención que la estridencia, la serenidad que la agitación: ahí están la belleza acústica de “Ángel triste” o el estribillo synthpop de corte ochentero de “En la oscuridad”, de los que calan como la lluvia fina. Y el fino bisturí para diseccionar la zozobra generacional en textos absolutamente certeros como el de “Sálvese quien quiera”, antes de que su coda se desmande. ∎

Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados