“La vida es como una lavadora. Y unas veces estás centrifugado. Pero, cuando menos te lo esperas, llega el aclarado y todo se arregla”. Se lo dice Carlos a Lucía en un capítulo de “Aquí no hay quien viva”, y es un mensaje que resuena a lo largo de todo
“Viene y va”, el segundo trabajo largo de
El Buen Hijo. El quinteto madrileño, formado por Marco Frías, Alicia Ros –de Cariño–, David “Cham” Chamizo, Miquel Cañellas y Daniel Rodríguez, sabe que unas veces se gana y otras se pierde, que unas veces está uno arriba y otras abajo. Pero sobre todo ha conseguido capturar, más aún que en su disco de debut –
“¡PAN PAN PAN!” (2021)– y en sus canciones previas, esa energía zillennial que tan bien los representa, ese demostrado
savoir faire para vivir en la brecha, entre dos tierras, del que se siente en muchos aspectos todavía un niño cuando se están rondando –año arriba, año abajo– los treinta.
Esto se traduce en un salto de madurez contra el que primero hay una cierta resistencia, pero que finalmente se termina abrazando con sinceridad.
“Me pararé un minuto para contemplar. Me fumaré un cigarro frente a este cristal que me levanta el guapo”, cantan en la
spectoriana “Con seguridad”, un medio tiempo intensito que gracias a un amago de ambientación cinematográfica se convierte en el centro gravitatorio del álbum, con más de cinco minutos y un tono sobrio que es quizá el mayor paso adelante dado en “Viene y va”. En
“Me lapidaría”, quizá la mejor canción del conjunto y la que mejor narra lo que es sentirse –y saberse– mayor, dicen esto:
“No te lo vas a creer: me han ofrecido un trabajo y de pronto me han salido estas canciones; manda mucho los cojones lo que ahora me inspira. El trabajo me ha devuelto la alegría. ¿Qué dirían de esto mis amigos anarquistas?”.
Estas contradicciones se traducen en ciertos pasajes más melancólicos, como en
“En un lago” –con un punto La Bien Querida–, con ese tono desiderativo, pero realmente todo el trabajo reafirma esa sensación de que El Buen Hijo ahora están arriba y de que lo han aprovechado. No vaya a ser que de pronto vuelvan a estar abajo.
Musicalmente se mantienen en su pop de guitarras clásico, muy interesados en la construcción de la melodía y las armonizaciones vocales –que brillan en “En un lago” o en la más dura
“¿Y ahora qué?”–. Pero sí se ve un salto hacia un punk-pop más vitalista y coreable, algo así como una versión gamberra de Belle & Sebastian en
“No lo puedo soportar” e incluso llegando a acercarse a la tradición catalana del punk de orquestas en
“Contigo o con nadie”. El cierre del álbum, más
groove, marca el momento más bailable, un
agarrao tontorrón bajo la bola de espejos. Porque madurar, a veces, es simplemente realizarse en torno a la tranquilidad, a la estabilidad, al amor y al equilibrio. Despacito. ∎