Las rupturas siempre han sido terreno fértil para la música. No solo por el desamor, la pérdida o el arrepentimiento, sino porque obligan a los artistas a medirse con su propio reflejo. Sabemos que en cada gran disco de disolución hay algo de nosotros mismos, y por eso volvemos a ellos una y otra vez. Algunos álbumes encapsulan a la perfección este delicado viaje. Hablamos de “Heart Like A Wheel” (1974) de Linda Ronstadt, o de Dolly Parton con “Jolene” (1974), Willie Nelson con “Phases And Stages” (1974), Joni Mitchell con “Blue” (1971) o el mismísimo Bob Dylan con “Blood On The Tracks” (1975).
Jason Isbell, que nunca ha sido ajeno a las catarsis, ha construido su carrera sobre la base de la honestidad sin filtros. Sus canciones han sido siempre historias sinceras, con una precisión lírica quirúrgica que disecciona el amor, la pérdida y la vida sin concesiones, obligándonos a escucharlas con la misma crudeza con la que él las canta. Su nuevo trabajo, “Foxes In The Snow”, se inscribe en esta tradición de discos que convierten la ruptura en una exploración despiadada de lo que queda cuando el amor se evapora. El matrimonio de Isbell y Amanda Shires ha sido una de las grandes historias de amor de la música, así que, por lo menos, nos deja un puñado de canciones brillantes. Desde “Sirens Of The Ditch” (2007), su debut en solitario, Jason Isbell no había lanzado un álbum sin ningún miembro de su banda de siempre, 400 Unit. El último álbum que Isbell y la 400 Unit lanzaron juntos fue “Weathervanes” (2023).
“Bury Me” abre el disco con Isbell desnudo, solo su voz y una guitarra que entra después, con su fingerpicking característico marcando el paso. Es un country crepuscular, de esos que saben a tabaco frío y caminos sin retorno. Isbell lanza una ironía afilada, “I ain’t no cowboy / But I can ride”, como si renegara del estereotipo mientras lo encarna con descaro. Pero no todo es lamento. “Ride To Robert’s” baja al barro y celebra la legendaria taberna Robert’s Western World en Nashville, un recuerdo de días más simples, cuando la música y la compañía bastaban. Luego llega “Eileen”, un mea culpa sin rodeos: “My own behavior was a shock to me / I never thought I’d had the nerve”. Sin redención, sin moraleja, solo un estribillo pegajoso que se arrastra con el peso de lo irreparable.
“Gravelweed” es el momento en que Isbell se da de bruces con su propio pasado, la sombra de lo que fue su matrimonio. Shires lo ayudó a salir de la espiral, pero cuando dejó de ser el hombre que ella levantó, dejaron de encontrarse. Jason Isbell libró su guerra con el alcohol y la cocaína durante años, especialmente en su etapa con Drive-By Truckers.
“Don’t Be Tough” suena a advertencia, a consejo lanzado al aire, tal vez para su hija, tal vez para sí mismo. “Open And Close” captura ese punto muerto entre la soledad y el deseo, donde Isbell, atrapado en el duelo, se obliga a avanzar: “It’s time to be brave”. Escucharla en un teatro en absoluto silencio debe de ser una auténtica maravilla. Lo mismo ocurre con “Foxes In The Snow”, la canción que da nombre al disco, una oda a lo complejo del amor cuando se confunde con la necesidad de ser visto y comprendido.
En la recta final, Isbell reconstruye su identidad sobre los escombros. “Crimson And Clay” lo conecta con Alabama, entre recuerdos reales y ficticios, con una guitarra que sostiene un sonido más completo de lo que cabría esperar sin la 400 Unit. “Good While It Lasted” recoge las sobras de un amor que no encontró futuro, el intento de entender el romance en la madurez con la claridad que da la sobriedad. Luego llega “True Believer”, la canción donde más se acerca a decir lo que no se dice en su divorcio con Amanda Shires, dejando espacio para la elipsis y la ambigüedad. Y cuando el álbum parece hundirse en la melancolía, “Wind Behind The Rain” es un último respiro antes de apagar la luz, un cierre inesperadamente sereno para un disco que ha sido más tormenta que calma.
Jason Isbell ha convertido su vida en canciones, y “Foxes In The Snow” es otra prueba de ello, un disco donde se mueve como una criatura solitaria. No hay capas de producción que suavicen los golpes, ni una banda que amortigüe el impacto. Es música de raíces en su forma más pura, capturada en cinco días de grabación en Electric Lady Studios, en Nueva York, como si fuera un velatorio musical. Un duelo convertido en canción y que también abrazamos con cariño. ∎