Álbum

Jonny Nash

Once Was Ours ForeverMelody As Truth, 2025

¿Puede la música enseñarnos a mirar de nuevo aquello que, desde hace tiempo, creemos conocer? ¿Puede, como sucede con un cuadro que creíamos agotado en nuestra memoria, abrir un resquicio en la percepción y devolvernos la extrañeza de lo cotidiano? Escuchar Once Was Ours Forever”, el nuevo álbum de Jonny Nash, es enfrentarse a esas preguntas.

No se trata de un retorno triunfal ni de un giro rupturista: es, más bien, la insistencia en un mismo territorio, una exploración de lo ya intuido que, en su repetición, alcanza una nueva profundidad. Como ocurre con ciertos paisajes a los que volvemos una y otra vez, lo que cambia no es el lugar, sino nuestra mirada.

Nash lleva años trabajando en esta poética de la contemplación. Desde sus inicios, cuando las guitarras parecían querer imitar la deriva del agua, hasta el refinamiento de Point Of Entry” (2023), en el que cada nota se disolvía como si perteneciera más al aire que al instrumento, ha ido construyendo un idioma que rehúye el artificio y se aproxima al susurro. En “Once Was Ours Forever” esa búsqueda alcanza un grado distinto: aquí, el gesto es más seguro y  más austero, como si el artista hubiera comprendido que la verdadera fuerza no está en lo inesperado, sino en la insistencia paciente.

Hay discos que son como espejos: reflejan el instante, lo duplican y nos devuelven lo que ya sabíamos de nosotros mismos. Este, en cambio, actúa como una ventana. Al escucharlo, uno no se contempla, sino que mira hacia fuera: hacia prados donde el verde parece contener siglos de humedad, hacia cielos detenidos en el instante previo al ocaso, hacia piedras que guardan la memoria de un tiempo sin hombres. La música nos introduce en esa visión con la delicadeza de una pintura de Morandi o de un haiku japonés: la atención a lo pequeño revela, de pronto, una vastedad inesperada.

Las colaboraciones no rompen esa atmósfera; la expanden. La voz de Satomimagae en “Rain Song” se diluye en la textura como si quisiera ser vegetal más que humana, un murmullo que acompaña la respiración del oyente. El saxofón de Joseph Shabason aparece como una pincelada de color, un trazo leve que recuerda a los instantes en que Turner introducía un sol disperso en un horizonte brumoso. Todo se mantiene en el límite, como si el exceso hubiera sido depurado hasta lo esencial.

Nash lleva años escribiendo un lenguaje que se mueve entre la contemplación y la evocación, un lenguaje que, aunque beba de tradiciones reconocibles, se resiste a ser catalogado. Se podría pensar en los guitarristas pastorales de la escuela Windham Hill, en la desnudez luminosa de William Ackerman, en la delicadeza meditativa de Michael Hedges. Se podría recordar la transparencia emotiva de Mark Hollis, el modo en que en “Spirit of Eden” (1988) o “Laughing Stock” (1991) el silencio se convierte en protagonista tanto como la nota.

También resuena aquí la herencia de Harold Budd y su capacidad para suspender el tiempo en una sola cadencia, o el lirismo fragmentado de Brian Eno en “Another Green World” (1975).

Pero sería injusto reducir a Nash a un eco de otros. Desde Exit Strategies” (2015) hasta “Point Of Entry”, ha ido depurando un idioma en el que la guitarra no es un centro cerrado, sino una membrana permeable que se mezcla con texturas, voces y resonancias.

En este nuevo disco, esa membrana se contrae: el trazo es más íntimo, más austero, y, paradójicamente, más expansivo. Lo que se gana no es un paisaje más amplio, sino una mirada más honda.

Lo más llamativo de este álbum, sin embargo, no está en sus elementos concretos sino en su disposición. Nash organiza los temas como quien ordena fragmentos de un cuaderno de viaje: anotaciones breves, escenas inconclusas, intuiciones que no necesitan cerrarse. El disco avanza como una serie de miradas detenidas, en las que el paso del tiempo no se mide en minutos, sino en la densidad de lo experimentado. Ahí se percibe la influencia de tradiciones distintas: el folk pastoral británico de Nick Drake, el minimalismo meditativo de Harold Budd, pero también la pintura romántica que convirtió la naturaleza en un espejo del alma, desde Friedrich hasta Caspar David.

La pregunta que recorre “Once Was Ours Forever” es la misma que ha marcado buena parte de la música contemplativa desde los setenta: ¿cómo traducir lo efímero en permanencia? Nash responde con la aceptación de la fragilidad. El disco no busca sorprender ni deslumbrar, sino abrir un espacio de atención, un cuaderno de apuntes en el que cada tema es un fragmento inconcluso. Al final, la sensación no es la de haber escuchado un álbum, sino la de haber atravesado un territorio íntimo.

En “Dusk Can Dance” , la tarde parece resistirse a consumirse, como si la música intentara prolongar ese estado en que el día no ha muerto y la noche no ha nacido. En “Bright Belief” , la voz procesada se convierte en un eco de lo que nunca llegó a pronunciarse. Es aquí donde Nash se encuentra con tradiciones poéticas y filosóficas que lo trascienden: el tiempo suspendido de Rilke, la melancolía de lo no vivido de Proust, la capacidad de transformar lo visible en pensamiento que encontramos en Berger.

Al terminar el disco no queda la impresión de haber escuchado un conjunto de piezas, sino de haber atravesado un territorio. Como en ciertos escritos de Montaigne o en los ensayos visuales de Chris Marker, lo importante no es el destino, sino la deriva, la forma en que la experiencia se despliega lentamente hasta volverse inolvidable. “Once Was Ours Forever” es, en este sentido, una meditación sobre la pérdida y la permanencia, sobre lo que nos pertenece aunque nunca lo hayamos poseído.

Como en los mejores trabajos de Talk Talk, Gigi Masin o incluso las exploraciones más recientes de Daniel Lanois, lo que queda no son canciones, sino estados de percepción. Una música que no acompaña la vida, sino que la revela en su condición más esencial: la del instante suspendido que, por un momento, parece eterno.

Nash logra recordarnos que existen músicas que no son simples acompañamientos, ni fondos, ni distracciones. Son tentativas de acceso a una verdad difícil de nombrar: que en lo más frágil, en lo más pasajero, se encierra una eternidad. Y que quizá la función más alta del arte, ya lo intuyeron los románticos, ya lo confirmaron los modernos, es precisamente esa: devolvernos a la vida como si fuera la primera vez que la vemos. ∎

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