Tendemos a minusvalorar al artesano y a sobrestimar al artista. Es lo que pienso cuando escucho a Kiev Cuando Nieva. Ellos son artesanos. Realmente buenos en lo suyo. Y aunque sus referentes no sean difíciles de rastrear y remitan a aquel tiempo en el que casi todo estaba por descubrir o por inventar (la década de los sesenta y, algo menos, la de los setenta), hay algo en ellos que los hace singulares, prácticamente únicos en la escena estatal. No todo el mundo es capaz de armar un álbum de doce canciones cuyo título tan solo admite una palabra, compuestas de materiales nobles pero sin caer en una plomiza redundancia. Y gran parte de culpa la tienen la variedad y el dominio que muestran –es su séptimo álbum ya, en más de veinte años– en su rango expresivo: igual puede ser una trompeta, un teclado, una tuba o una guitarra eléctrica los que capitalicen los momentos estelares de diferentes canciones, captando la atención del oyente mediante distintos ardides.
Es algo que ocurre desde el minuto uno: esa “Peine” en la que se alternan los chisporroteos de una guitarra eléctrica y la calidez de un órgano vintage (parece un Farfisa) en tres minutos y medio que te agitan la sesera para ponerla en modo algoritmo de plataforma de streaming, porque Bart Davenport, La Costa Brava o The Style Council merodean tus pensamientos sin que apenas puedas hacer nada por evitarlo. Es un ejercicio de orfebrería, sí. Como los otros once cortes. Pero no uno cualquiera. Aquí priman una clase y una elegancia, con una producción muy del molde de las que suele gestar Javier Vicente “Carasueño” (Alondra Bentley, Tulsa, Le Parody), que no son monedas tan corrientes como podamos dar por hecho.
El cuarteto oscense es pródigo en soluciones melódicas imaginativas, arreglos exuberantes y desarrollos que tienen muchas veces un punto de imprevisibilidad que se agradece, como ocurre en el espléndido segundo tramo de “Pinocha” (que puede evocar a los Field Music o a los mejores Grizzly Bear) o en la percusión y el banjo que dan la bienvenida al despliegue final de “Opinión”, a la que le sienta estupendamente bien la voz de Lorena Álvarez dando el contrapunto a Javier Aquilué. Lo suyo es el pop canónico, desde luego, pero siempre con vueltas de tuerca que avivan la curiosidad y alimentan las ganas de volver a escucharlos. Ya sea con leves acentos lisérgicos que, como en “Despierto”, los acercan a la tradición de los Beatles o XTC, con punteos y riffs de guitarra que igual remiten al blues tuareg –ocurre al principio de la mántrica “Piezas”, todo un trance– o a un rhythm’n’blues cercano a la patente de JJ Cale –en “Milano”–, con agridulces melodías que retrotraen a Elliott Smith (pero al de “Figure 8”, su disco más arropado, claro) –es lo que pasa en “Prorrata”– o bien mediante un instrumental de tinte onírico tan bello como es el tema titular que cierra el disco. Tampoco es normal que un tema titular sirva de abroche. Dormir en discos: qué bonita metáfora y qué epígrafe tan preciso para encapsular su magia, a veces algo críptica (los textos) pero nunca inaccesible ni vulgar. ∎