El movimiento se demuestra andando. Es de perogrullo, sí. Pero León Benavente lo refrendan con su última maniobra. Algunos de sus fans ya se muestran decepcionados en sus redes sociales. Y eso no es de por sí una mala señal.
Seguramente ocurre porque “ERA” muestra el estado de forma de una banda que no se quiere mullir en la foto fija, y que en esta ocasión revela su vis más electrónica. También la más abigarrada. La que menos se ciñe a la estructura clásica de canción pop. La que tiene más fe en las cualidades mántricas de su música, en esa apelación sensorial que va calando poco a poco, cual gota malaya: algo que no siempre se compadece bien con la festivalia ibérica en la que llevan inmersos desde hace una década, adicta al fragor instantáneo.
Es la suya una primera década de singladura, por cierto, que corona este cuarto álbum. Y que procura una sensación de (logradísimo) cierre de círculo, pandemia mediante. Hijos como eran de la coyuntura social que alumbró el 15-M (aunque su bagaje sea, obviamente, muy anterior: ahí estaba su rol como sostén escénico de Nacho Vegas), León Benavente brotaron como una suerte de tercera vía ante el panorama que entonces emergía: acabaron compartiendo estrado con los cachorros del indie más profiláctico e inocuo, pero al mismo tiempo procedían de la mina del paradigma anterior sin quedarse – ni mucho menos – condenados a ese underground que se arrastra bajo el umbral de subsistencia.
Eso les confería un bagaje y un mensaje que anidó en una cuota de público muy generacional. Ocurre que si bien la nueva política quedó en lo que quedó, tristemente hecha unos zorros, tampoco los León Benavente de 2022 pueden ser los de 2013. Pero, a diferencia de aquellos (los políticos), ese devenir no les ha hecho viejos antes de tiempo, por mucho que el escepticismo, la ironía y cierto desencanto hayan prendido en sus canciones. No digamos ya después del túnel de estos dos últimos años.
Y por mucho también, por cierto, que tengan que conciliarse con la eterna contradicción: vivir del sistema que cuestionas. Seguramente es ahí donde radica ese distanciamiento que a veces se traduce en capacidad para reírse de sí mismos, como sugiere esa “Viejos rockeros” que, a ritmo de escuela DFA Records, acaba echando sal en la herida del pollaviejismo y coincidiendo con el mensaje emitido por R.E.M. cuando se disolvieron: “Hay que saber irse de una fiesta antes de que se vayan los demás”.
Eduardo Baos, Abraham Boba, Luis Rodríguez y César Verdú han reformulado su propuesta permutando roles entre ellos, delegando cada vez más en los teclados y cifrando su química en la soberanía del ritmo. A veces directamente en el groove, como ocurre en “Canciones para no dormir”, lo más cerca que han estado nunca del funk.
Los modelos en el horizonte parecen claros: el sólido armazón kraut que ya habían empezado a desarrollar en entregas anteriores, el retrofuturismo de unos LCD Soundsystem, la etapa berlinesa de Bowie e incluso ciertos dejes prog rock. También New Order, porque casi podemos imaginar a Peter Hook empuñando el bajo en la robusta “Líbrame del mal”, guiño incluido a la poesía del malogrado Rafa Berrio. Todo esto se nota también en el ritmo traqueteante de “Todas las letras”, con Tulsa, en esa “No a la nostalgia” de lúcido e inteligente trasfondo o en el tono aparentemente gélido de “Persona” (como la peli de Bergman), que transmite el inquietante paisaje que nos está dejando la digitalización deshumanizadora y la realidad virtual.
Mención aparte para la abrasiva “Te comes mi corazón”, con Triángulo de Amor Bizarro echando leña a la hoguera, y sobre todo para “La gran muralla”, una de las mejores composiciones de toda su carrera. Intrigante, serpenteante, seductora y con un crescendo tan magnético como evocador. De los que activan las glándulas salivares solo con pensar cómo sonará sobre cualquier escenario, el hábitat en el que se encuentran tan cómodos y tanto se crecen. ∎