Álbum

Linda Mirada

Qué largo es el veranoLovemonk, 2025

Canciones tristes que te ponen contento. Textos agridulces mecidos por melodías joviales. La melancolía que se baila. La nostalgia con vistas al futuro. La familiaridad que no contradice la frescura. Han pasado nada menos que trece años desde su último álbum –Con mi tiempo y el progreso”, de 2012– y diez desde su último corte conocido –aquella versión de “Ojos en el sol” para el tributo colectivo “Contemplaciones. Homenaje iberoamericano a Jeanette”, de 2015–, y el universo creativo de Ana Naranjo, quizá porque su profesión demanda una continua e inevitable (y puede que agotadora) puesta al día de lo que se cuece a diario en el mercadeo de tendencias del pop internacional, sigue cómodamente instalado en una burbuja espacio-temporal que no necesita sintonizar con las cotizaciones actuales. Y es algo que no deja de jugar a su favor porque no menoscaba su singularidad: al contrario, la propuesta de Linda Mirada es como un islote en nuestro ecosistema pop. Una especie de reflejo castizo de lo que para el indie norteamericano supuso el sello Italians Do It Better hace unos años. Por eso se la echaba de menos. Y con razón. Ya comentaba hace catorce años en una entrevista en Rockdelux que no se sentía especialmente cómoda formando parte del cartel de un festival, aunque fuera tan menudo como el del Faraday. Lo suyo siempre fue otra cosa.

Las cartas quedan boca arriba ya desde el corte inicial, “Bajo un mismo techo”: la apreturas y rigores de la convivencia en pareja –a largo plazo– en la gran ciudad, a ritmo de un synthpop que no puede ni quiere negar su anclaje a la primera mitad de los ochenta, con ecos del eurodisco y, más concretamente, del italo disco. En alguna entrevista ha comentado Ana que la playa de Puerto de Santa María fue como su Rímini particular cuando era pequeña, su costa del Adriático imaginaria, y algo muy poderoso debe tener aquel recuerdo (aparte de que allí vive y tiene su estudio el infatigable Paco Loco) para que, con el impulso de Daniel Collás (The Phenomenal Handclap Band), allí fuera a grabar este tercer álbum, avalado con una preciosa portada a cargo de Javier Rodríguez. Es imposible escuchar “Obstáculo” y no acordarte de Iván, New Order y Pet Shop Boys. O de “Siempre” sin evocar a la primera Madonna. O de “Starlink” sin que su hechura te remita a Saint Etienne, Stereolab, Broadcast o a esa cadencia oscilante, tan cercana al reggae, que se marcan a veces Single o Espanto. Porque es pop sintético de factura rectilínea y flujo emocional sereno y marcadamente elegante, con la concisión que trasluce que estamos hablando de siete canciones en 32 minutos.

Bart Davenport, William Faler, Darsan Jeshrani y Eugene Lemcio (North Satellite) integran la nómina de mezcladores de un álbum que es lo suficientemente homogéneo como para transpirar unidad y lo suficientemente plural como para no aburrir: de hecho, es el alma mater de North Satellite quien ayuda a darle un tono más cálido, cercano al balearic, a la pimpante “Morena del apóstol”, con su referencia a barrio madrileño de La Guindalera. Una calidez que se acrecienta en la recta final con la sensacional “Si la brisa es buena”, surtida por un deje tropical que no hubiera desentonado junto a un hit de Matt Bianco o Swing Out Sister, antes de que la conmovedora “Autoficción” (“crecimos juntos sin saber cómo queríamos ser, tan torpes e inocentes, a toda prisa sin prever qué pasaría después, cruzando España en ALSA sin saber ni importarme el motivo de que no quisieras quedarte conmigo”) nos haga bajar a la tierra con un porte similar al de esos besos con sabor a lágrima a los que cantaban Trembling Blue Stars. Así duele –y también se disfruta– uno de aquellos largos veranos de nuestra juventud. Aunque ya no les podamos cambiar el final. ∎

Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados