En Guipúzcoa –la provincia peninsular de menor superficie– nacieron, crecieron y murieron durante los dos últimos decenios del pasado siglo una serie de grupos que, lejos de la corriente principal y con diferentes enfoques sónicos y expresivos, han dejado huella en el histórico de nuestras músicas populares. La Perrera y su corta aunque feroz camada punk rock. Esa incurable melancolía indie pop del Donosti Sound. El crossover en permanente expansión del linaje Kortatu/M-ak/Negu Gorriak. Las variopintas aproximaciones al universo hardcore de BAP!!, Anestesia o Dut. Andoáin, San Sebastián, Zarautz, Hondarribia… Y en el límite nororiental de ese pequeño creciente fértil, Irún. Es la cuna de Kortatu y Negu Gorriak. También de Lisabö, tal vez último eslabón de una larga cadena intergeneracional que, si nos atenemos a lo actitudinal, a esa aproximación creativa disconforme y nada acomodaticia pero siempre conectada a su entorno más cercano, entronca con la totémica figura de Mikel Laboa (1934-2008).
La peculiar idiosincrasia de Lisabö, una célula que se supone durmiente pero que no concilia el sueño, ha convertido al grupo –en el contexto espaciotemporal de que hablamos– en una excepción que solo las irreductibles huestes de Buenavista –Nuevo Catecismo Católico y Señor No: en castellano e inglés y con la mirada puesta en Detroit, no en Washington D.C.– superan en longevidad. Durante el último cuarto de siglo, el septeto que ahora forman Martxel Mariscal (letras), Karlos “Txap” Osinaga (guitarra y voz), Javi Manterola (guitarra y voz), Eneko Aranzasti (batería), Xabi Zabala (bajo), Sergio González (batería) y Borja Toval (guitarra) ha publicado una serie de trabajos estrictamente genuinos, difícilmente parangonables en el ámbito del rock hecho aquí o en diez mil kilómetros a la redonda.
“Lorategi izoztuan hezur huts bilakatu arte” podría haber sido una parte de “Eta edertasunaren lorratzetan biluztu ginen” (2018), tal y como explicaban Txap y Mariskal a Eduardo Ranedo en nuestra entrevista de portada de esta semana. Pero el día a día, con sus pequeños y grandes asuntos, obligó a cambiar el plan de un disco doble, postergando sine die el acabado y publicación de esta obra. En cualquier caso, el sexto álbum de Lisabö es otro hito en una trayectoria sustantiva que tampoco necesita de dramáticos giros de guion ni de inesperados cambios de rumbo para subyugar –tómense las distintas acepciones del vocablo de manera discrecional, según prefiera cada cual– y hacerse fuerte en nuestros lectores analógico-digitales.
El lenguaje del grupo sigue siendo el mismo, post-core de sustrato emo ajeno a veleidades formales e íntimamente ligado a unos textos de lirismo torrencial que, al atravesar ese territorio devastado por el sentimiento que son las gargantas de Manterola y Osinaga, multiplican sus caleidoscópicas propiedades. Imágenes de sempiterna actualidad y altísima definición existencial que, en indestructible aleación con la música, articulan un proceso mágico que desactiva los resortes de la percepción convencional. Líneas sentenciosas como “El sapo no lee cuentos, tan solo escribe epitafios” y renglones preclaros: “Nadie reivindica la humildad”. Pasajes que transitan de la pura inquietud –“La cuna no puede dormir”– a la completa evocación: “Aprendimos a respirar buscando erizos de mar”. Muchos versos demoledores –“Somos polizones de la nave que hemos hundido”– y alguno que otro esperanzado –“Pero sé volar como las cometas sobre los desiertos y las hormigas de sangre”– para secuestrar atenciones y neutralizar voluntades. Porque por los discos de Lisabö no se puede estar de paso. Así de exigentes son. Así de poderosos.
Las partituras no son complejas y los códigos de expresión que manejan se antojan básicos: acento, repetición, intensidad, textura, grosor, intención. Por eso sigue produciendo asombro su impresionante rendimiento instrumental. Los ocho minutos de la mutante “Urpekaritza baso kiskalian” –cajas de batería difíciles de parar y ruido de mil demonios– los confirman como artífices de un canon estrictamente personal. “Kristalezko begiei so” dura más de nueve, también arranca al trantrán y va incorporando elementos sin prisa ni pausas, pero muere y resucita para desatar un pandemonio de guitarras lesivas –avispero, motosierra, salfumán– y bajos más allá del fuzz que desemboca en un desesperado unísono vocal para confirmar el peor de los temores: “No me ama”.
El interludio declamatorio de “Gauak gure ametsak baino luzeagoak dira” podría ser zona de descanso, pero tampoco –“El lobo no es consciente de su enfermedad mortal; el cuerpo humano no es más que un muñeco de arena que cada mañana elige una ropa”–, aunque “Gutariko bakoitza gara denok” acude al rescate con el vigor voltaico y rítmico que reclaman esos versos que se dirigen a ti, a mí y a todos nosotros –“¡Que no te devore la resignación fatigosa! ¡Que sus tentáculos no se adueñen de ti para siempre!”– antes de zambullirse en un magma de aire free jazz al que aportan sulfuros el chelo de Maite Mursego y los metales de la Txaranga Urretabizkaia. Después, cabalgada al trote emocore a lomos de la estimulante “Hosto zehargarriak” para llegar a “Zeru arrosaren guraizeak”, atmosférico alarde de contención rítmica y eléctrica que nos interpela con fuerza: aunque estamos abocados a perder la partida, merece la pena dejarse el pellejo en ella. Lo que les decíamos, otro hito. ∎