Tanto “One Life” (2019) como “Palaces Of Pity” (2022), de menos de media hora de duración cada uno, demostraron que con tan solo dos discos cortos Barbara Braccini había conjugado un léxico sonoro profundamente hermoso y personal como Malibu. Doblando el minutaje de “Palaces Of Pity” hasta alcanzar los cuarenta y ocho minutos, “Vanities” insiste en todas las razones que han hecho de la música de Malibu algo tan especial y necesario, depurando los acabados, incitada por una pulsión maximalista.
La envergadura y el calado de su versión del canon ambient merecen comparaciones con la maestría de Brian Eno. El uso de su propia voz, convertida en una materia abstracta que esmaltar en la mezcla de audio, y la manera en que el sustrato de la melodía permanece en el pulido de ambientes y muestras sonoras, dotando a la música de una sensibilidad eminentemente pop, también pueden recordar a Grouper o Julianna Barwick (de hecho, fue Barwick quien encargó a Braccini que reuniera el material para su primer disco). Pero la técnica de Braccini para disolver y moldear el sonido es de una línea mucho más clara, quizá como respuesta a la perfección formal de Enya y Vangelis, dos de sus mitos de cabecera.
Por otra parte, los registros de sonidos cotidianos con los que ella elabora esa especie de escenografía aural, plagando sus piezas de grabaciones furtivas (el rumor del oleaje, rachas de viento o una sirena sonando a lo lejos) y conversaciones robadas (voces, tal vez de personajes imaginarios, que susurran secretos), la emparentan con el modo en que Burial logra recrear el misterio de la noche en sus temas. Es cierto que sus universos sonoros están muy lejos el uno del otro, pero el poder evocador de su música, el magnetismo con el que ambos logran sumirte en su mundo, no es tan distinto.
Braccini creció en el sur de Francia, pasó los veranos de su infancia cerca del mar y su padre era oceanógrafo, por lo que no es extraño que su música remita a la vastedad del océano y al capricho ingobernable de las corrientes y las mareas. Esa fascinación recurrente por el agua parte de una experiencia íntima y formativa. El mar es un lugar adonde regresar, pero esa superficie líquida inabarcable también puede extenderse dentro de cada uno, convertida en una frontera entre los recuerdos y los sueños.
Braccini había reconocido que Malibu es como un diario para ella, puesto que tanto “One Life” como “Palaces Of Pity” le sirvieron para documentar y purgar duelos personales (la distancia, el resentimiento y las rupturas inevitables de algunas amistades). Si aquella música brotó como una respuesta emocional ante el vacío, la mayoría de las piezas de “Vanities” parten de un lugar mucho más sereno, surgiendo de sesiones de improvisación en un estudio de Estocolmo, donde Braccini ha vivido durante años, marcadas por la curiosidad y el descubrimiento.
Ese sosiego y el mero placer de hacer música y experimentarla como un refugio ante un mundo sumido en el caos hacen que Braccini se reafirme en la paleta sonora ya conocida de Malibu, pero también que la trascienda, como en los pliegues sintéticos en claroscuro de “So Sweet & Willing” o “L’empire du vide”, de formas más espartanas, sostenida sobre seis notas de piano trémulas, una flauta y el tarareo de una melodía empañada. “L’empire du vide” no alcanza los dos minutos, como tampoco lo hacen los dos interludios que la demarcan en la secuencia del álbum, “Plums” y “The Hills”. “A World Beyond Lashes” apenas los supera. Son pistas más cortas de lo que era habitual en ella, pero suponen varios de los momentos más sobrecogedores de todo el álbum. Y es encomiable que Braccini sea capaz de preservar intacto el poder de sugestión de su música al concretar sus ideas. Cuando decide alargarlas, como en “Contact” o el corte que sirve de título al álbum, su impacto es igual de abrumador. La belleza irredenta de esta música deshace la noción del tiempo.
“Spicy City” también brinda uno de los tramos más cautivadores de toda la secuencia, donde la voz de Braccini, tratada para hacerla armonizar en varias capas solapadas, se confunde con algo parecido a un coro gregoriano renderizado. El chelo de Oliver Coates, que lleva años colaborando con ella, perfila una línea de sombra hacia el final, como el humo de rastrojos ardiendo en mitad del campo.
Braccini ha contado que “Spicy City”, que compuso entera en cinco minutos en la cocina de su apartamento delante del portátil una tarde que llegó a casa enfadada y frustrada después de todo el día fuera, es uno de los dos únicos cortes de “Vanities” que partieron de una emoción aciaga. El otro es “Jaded”, un degradado de sus propias muestras vocales de acabados acristalados que se alarga siete minutos como el horizonte de una banquisa helada. Que la energía y el impacto emocional de esas dos piezas sean indistinguibles del efecto que causan las demás es una evidencia de hasta qué punto Braccini ha logrado dominar la técnica y los recursos de su lenguaje sonoro.
Tanto “Essential Mixtape” (2024), su proyecto compartido con Merely, como el tratamiento de sus remezclas a partir de selecciones totalmente eclécticas en su mix mensual para la emisora virtual NTS, “United In Flames”, ya habían dado señales de una mayor soltura para fabricar la materia etérea que conforma el sonido de Malibu. “Vanities” la muestra en pleno dominio de su talento para conjugar una narrativa sonora profundamente sugestiva, conmovedora y reconocible.
A veces la música permanece al fondo, fundiendo la profundidad de campo, camuflada, indistinguible como una presencia silenciosa en una habitación contigua; otras, su poder evocador brota como una bengala lanzada desde un buque salvavidas en altamar, reclamando un espacio frontal. Es en esa rendija entre el subconsciente y la vigilia donde surte su encanto. ∎