Como las de Jessica Pratt, Weyes Blood o Renée Reed, las canciones de Marina Allen suenan como llegadas de otro tiempo y casi, casi otra dimensión; como grabaciones perdidas de una escurridiza artista pop-folk del Laurel Canyon de finales de los 60, principios de los 70. Algunas de ellas parecen haber existido desde siempre. Parece increíble que sean las primeras de Allen, o las primeras que publica. El (mini)álbum “Candlepower” invita a soñar con un pasado idealizado y a vislumbrar un futuro mágico para esta joven cantante-compositora.
El viaje alucinante se abre con “Oh, Louise”, single que llamó la atención en febrero. ¿De dónde salía esta joven aprendiz de Joni Mitchell y cómo había aprendido tan rápido a cantar con tanta autoridad? Allen, además, sabe rodearse: el giro rítmico propiciado por Ben Varian (batería) y Ben Schwab (bajo; miembro de Golden Daze) sorprende la primera vez y sigue enamorando a la quinta y la sexta.
Esta debutante entendió también precozmente que, a menudo, lo mínimo es suficiente para cautivar lo máximo. En “Original Goodness”, lamento sobre cartas olvidadas, se basta con unos rasgueos de guitarra y un piano apenas audible. El piano suena más alto, pero sus notas se espacian de forma inteligente, en esa final “Reunion” en algún lugar entre The Carpenters y una Carole King lo-fi y cruda.
Como la citada Renée Reed, Allen puede jugar a doblar su voz, a hacer extrañas armonías consigo misma: el truco funciona a la perfección en “Believer”, cuya referencia a Etsy, la web-mercadillo de productos hechos a mano, nos devuelve momentáneamente al mundo contemporáneo.
También las referencias a la emergencia climática, a una California en llamas y una Nueva York bajo el agua (en“Belong Here”) remiten a nuestros días y hablan de una artista que tiene los pies en la tierra, en estas arenas movedizas que empezamos a pisar. No cuesta nada imaginar un disco de alianza ecologista con Weyes Blood. Aquí y ahora, es urgente. ∎