El trío sevillano sigue exprimiendo y deformando la actualidad (de aquí y de allá) y retorciendo los mitos de su propia tierra para afilar bien las cuchillas de su particular licuadora de sonidos. Han pasado diecisiete años desde su primera entrega y más de cinco desde su anterior álbum, y la maquinaria no pierde engrase. Ahí siguen el groove, el (su) duende, el descaro y la frescura habituales. El quinto largo de Pony Bravo (Daniel Alonso, Pablo Peña y Darío del Moral), gestado al calor y en la confianza de los estudios La Mina de Raúl Pérez, no defrauda porque tiene todo lo que puede esperarse de él. El incorregible sincretismo sónico de una propuesta que en su combinación de lenguajes tan solo atisba un acentuado y particular concepto de la psicodelia como argamasa. Y una sensualidad muy sureña por encima de todo. La experiencia transformadora que se siente y no se necesita intelectualizar, aunque todo lo que oigamos nos revele que su cocción está muy lejos de ser una chisposa humorada y probablemente requiera un fuego mucho más lento y concienzudo del que nos imaginamos. De hecho, si algo se le puede achacar a este disco es que no expida hits en potencia tan claros como en su momento lo fueron “Noche de setas” (2010) o “El político neoliberal” (2013), aunque creo que hace tiempo que nos los necesitan demasiado.
Aquí se muestran tan diestros cuando nos invitan al sosiego como al contoneo de caderas. Igual de acreditados cuando tejen tupidas texturas como cuando ponen la directa en piezas de indiscutible pegada. Da igual que simulen facturar bandas sonoras para películas imposibles que medran fuera de tiempo y de lugar como que se pongan irresistiblemente guasones en cálidas apelaciones al baile. Su vis más onírica se despliega en el guateque sideral de “El sueño de Roy Batty”, que suena a exótica de los años cincuenta y sesenta, y en una “Primeros pobladores” que se despereza como si ilustrase un capítulo de “El hombre y la Tierra” con Félix Rodríguez de la Fuente. La imaginación al poder. En “Antiguo bizco” apelan a ese difuminado folk fronterizo que tan bien perfiló el valenciano Sanisidro en su último disco. El dub borbotea en la misteriosa “Chichén Itzá” y su apelación a la cultura maya, efectiva en su derroche de misterio, y en una “Reinos interiores” en la que su goteo resulta más espectral. De cualquier forma, son los momentos más percutivos los que calan a la primera. Ya sea con el traqueteo kraut de “C’est chic – C’est bon”, con sus referencias a las procesiones de Semana Santa (“llueva o no llueva el paso sale”: parece una profecía de las últimas pascuas), con el disco funk elástico de “Jazmín de Megatron” y “Magic Feeling”, con el punk-funk disclocado de una “Piedra de Gaza”, cuyo inicio remite inevitablemente al de “Once In A Lifetime” de Talking Heads, o con la cálida voluptuosidad, casi frisando el sophistipop de los años ochenta (y recordando colateralmente a Extraperlo, Perapertú y todos los descendientes de Ciudad Jardín), de “Reflejo exacto”, uno de sus cortes más teóricamente radioformulables (si es que el adjetivo tiene sentido), y cierre inmejorable a otro trabajo difícilmente reprochable. ∎