A punto de cumplir 68 años este mismo mes –nació el 29 de junio de 1957–, Robert Forster parece vivir una segunda juventud. Razonablemente controlados los problemas de salud de su mujer –Karin Bäumler sufre de un cáncer de ovarios actualmente en remisión– que modelaron en parte “The Candle And The Flame” (2023), su disco sobre el tiempo, la vida y la muerte, “Strawberries” prefiere cambiar de tercio mirando hacia delante con optimismo. Aunque solo se trate de ocho temas, también representa el rápido regreso al mercado discográfico del ex The Go Betweens igualando su propio ritmo editorial de los años noventa con un disco cada dos ejercicios.
Fiel a la vieja querencia de Forster por Europa –como Lee Hazlewood a finales de los años sesenta, aunque las razones migratorias del autor de “These Boots Are Made For Walkin’” fuesen menos explícitas–, el australiano decidió volar hasta Suecia en otoño del año pasado para rodearse de músicos al menos veinte años más jóvenes que él: Peter Morén (producción y guitarras), de Peter Bjorn And John, a quien Forster conoció en 2016 apalabrando una colaboración que ahora se materializa, Jonas Thorell (bajo y teclados), Magnus Olsson (percusiones), Anna Åhman (teclados) y la muy sustancial Lina Langendorf (vientos). El disco ha contado además con la participación singular de Bäumler –aporta voz en dos temas– y Louis Forster –esta vez solo guitarra en “Such A Shame”–, miembro del trío aussie The Goon Sax y puntual colaborador en los discos de su progenitor desde “Songs To Play” (2015). El álbum se grabó en los estudios Ingrid de Södermalm, una isla situada en el distrito central de Estocolmo, el mismo donde Viagra Boys acaban de registrar su último álbum.
“Strawberries” recuerda en dinamismo y colorido a trabajos de Forster como “Warm Nights” (1996). Producido por Edwyn Collins, fue el último disco que sacó antes de resucitar The Go-Betweens con Grant McLennan. La reluciente “Good To Cry”, que recuerda a los Orange Juice del tupé cincuentero, define la “nueva narrativa” del compositor aussie. Es una canción afirmativa y menos confesional de lo acostumbrado donde el autor “aconseja” a los personajes, puede que imbuido de la novela que Forster dice estar terminando. En “Foolish I Know” adopta el papel de un joven gay en busca del amor, por supuesto no correspondido. Pero el disco comienza con “Tell It Back To Me”, donde la pareja protagonista ronda musicalmente el clasicismo de discos como “16 Lovers Lane” (1986), de The Go-Betweens, con arreglo de armónica a lo Dylan, como el órgano Hammond de “Breakfast On The Rain”, ocho minutos de amour fou y la pieza más larga de la historia de Forster. Humorística, expansiva y explícita, melódica, literaria y locomotriz, diríase que en la estela de “Simple Twist Of Fate” del bardo de Duluth.
El single “Strawberries” –versión apócrifa de “Daydreams” (1966), de The Lovin’ Spoonful– y “All Of The Time” son cortes donde, en cambio, Forster parece hablar sobre sí mismo. La voz del cantante de Brisbane ya no suena a dandi del underground –o más bien del Down Under–, sino a crooner experimentado con un punto folk, algo que en realidad siempre ha sido. Ni sus riffs de guitarra escalarán ya hasta el cielo: para sorprender con cada pieza tampoco hace falta pasar tanto vértigo. Cultivado a ras de tierra, “Strawberries” es un disco orgánico y sin pesticidas cuyo frescor llega saludablemente afinado por una larga vida de rock’n’roll y el meritorio buen hacer de uno de los mejores compositores de su generación, no exento de frutos disonantes cuando es pertinente. Y casi siempre lo es en el mundo satírico de Robert Forster. Sucede al final del disco con la velvetiana “Diamonds” –sin descartar un runrún a “Walk On The Wild Side”–, donde Langendorf añade su contrapunto free jazz a la dicha del jefe –“No one does you harm, everything is good, lay down your arms, feel as you should, everydody’s a star, even serpents shine, I feel it this time”–. Los falsetes que profiere Forster a lo largo de “Diamonds” dejan meridianamente clara la esencia de su actual ventura, quizá como la de Dylan en Key West –una isla bien diferente–: jamás fofa ni senil ni autocomplaciente. ∎