Nueve años después de “The Catastrophist” (2016), Tortoise reaparece con un disco que recupera un tipo de contacto que habían perdido: el roce creativo entre cinco músicos que ahora viven repartidos entre Chicago, Los Ángeles y Portland. Durante tres décadas, la colaboración fue su manera natural de trabajar; “Touch” vuelve a ese principio y lo actualiza desde la distancia. Es un intento claro de reconstruir un vínculo artístico.
Para entender qué significa esa reconexión, hay que regresar a sus inicios, a aquel Chicago de principios de los noventa: una ciudad barata, todavía periférica en el mapa de la música creativa contemporánea, pero marcada por el legado expansivo de la AACM (Association For The Advancement Of Creative Musicians). Allí, Tortoise operaba como un laboratorio de ideas, una especie de Sly & Robbie del underground que ensayaba y convivía en un enorme loft, usando esa convivencia como método para hacer música con quien estuviera cerca y con lo que hubiese disponible. De ese microcosmos salió una forma de composición que acabaría convirtiéndolos en uno de los proyectos más influyentes de las últimas décadas.
El quinteto –primero con Bundy K. Brown al bajo, encarnando la fase más cruda y experimental basada en dos bajos y múltiples percusiones, y más tarde con David Pajo, que aportó una dimensión melódica decisiva– nació como una anomalía dentro del rock: una cooperativa instrumental capaz de borrar las fronteras entre jazz, ruido, electrónica, música contemporánea, pop conceptual, dub y minimalismo. Su música tenía algo casi físico en su precisión y, al mismo tiempo, profundamente mental: técnica pero emotiva, racional y, aun así, hipnótica.
Tras el debut homónimo de 1994, “Millions Now Living Will Never Die” (1996) llevó esa lógica a una escala mayor. Su pieza central, “Djed”, una suite de veinte minutos, condensaba todo lo que Chicago ofrecía entonces: las reverberaciones de la AACM, la lógica repetitiva del minimalismo, el pulso jamaicano y el rigor del krautrock. Era la contaminación fértil de una ciudad en ebullición, una especie de “escucha total” que el quinteto convirtió en método para pensar y expandir ideas.
“TNT” (1998) llevó esa mezcla a un terreno más cálido y expansivo. La incorporación de Jeff Parker –probablemente el músico del grupo con mayor proyección e influencia– y la experimentación digital de John McEntire, pionero en el uso de Pro Tools como herramienta compositiva, empujaron al grupo hacia su sonido más melódico. “Standards” (2001) cerró la etapa dorada con una energía casi física: geometría rítmica, percusiones enfrentadas y timbres pensados como materia prima.
A partir de ahí, la historia empezó a bifurcarse: el pulso se desaceleró y, con él, parte de la tensión interna que había marcado sus mejores discos. “It’s All Around You” (2004), “Beacons Of Ancestorship” (2009) y el citado “The Catastrophist” mantuvieron el nivel técnico, pero perdieron la inquietud que los definía. El grupo parecía haber encontrado una fórmula y, con ella, una distancia emocional que enfriaba su música. “Touch” rompe ese letargo no porque lo cambie todo, sino porque intenta reconectar: una nueva manera de hablar entre ellos.
El disco nace de la dispersión –dos miembros en Los Ángeles, uno en Portland, dos en Chicago– y de la dificultad de sostener una identidad común cuando la vida empuja hacia otras geografías. Durante cuatro años trabajaron por etapas: fragmentos enviados, ideas editadas, piezas reescritas, meses de espera. “Touch” no esconde ese desgaste; lo convierte en punto de partida. No inventa un código nuevo, sino que reformula uno antiguo bajo condiciones distintas: edad, distancia, ciudades nuevas, vidas divergentes. Las antiguas sesiones de improvisación se sustituyeron por períodos de trabajo individual. Cada uno aportó ideas desde su estudio doméstico y luego el grupo las diseccionó y recombinó. El proceso fue lento y a veces incierto, pero permitió una libertad distinta: dejar que cada pieza respirara antes de volver a encajar.
Ese tránsito se percibe desde “Vexations”, una apertura densa y polirrítmica que expone su propia duda como estética: un riff mid-tempo que se desplaza hacia una electrónica vibrante y un aire de wéstern sci-fi. John Herndon reconstruyó la pieza en su garaje tras varias versiones fallidas, y el resultado suena como un mapa enmarañado donde los caminos no terminan de cerrarse. Hay un rastro de tensión cinematográfica –ecos de un Morricone filtrado por sintetizadores y guitarras tensas– que funciona como umbral del disco. “Layered Presence”, primer adelanto, recupera el pulso krautrock desde un tempo contenido, más meditativo que propulsivo. En “Works And Days” la percusión se diluye en capas de grabaciones de campo, sintetizadores y guitarras iridiscentes que generan una serenidad extraña, levantada por acumulación más que por estabilidad rítmica.
La primera mitad del álbum avanza entre fricción, duda y espacios abiertos; la segunda es más clara y melódica, como si la banda encontrara terreno firme después de tantearlo. En los cortes centrales –“Elka”, “Promenade à deux”, “Axial Seamount”– el grupo juega con densidades cambiantes, del techno artesanal a una música de cámara expandida. “Promenade à deux”, con viola y violonchelo, es quizá la pieza más alejada del canon Tortoise, pero también de las más reveladoras: tras su formalismo late la obsesión por la textura, por cómo un sonido empuja a otro hasta formar una microtrama. En “A Title Comes” y “Rated OG” aflora su vertiente más lúdica, casi pop, mientras “Night Gang” cierra el disco con un bajo VI, en un registro grave más definido y melódico, y un aire noir que conecta, de forma oblicua, con las atmósferas de “Standards”.
A pesar de su interés y de la ambición de muchas ideas, “Touch” arrastra problemas que lo hacen menos memorable que los discos de la primera época. Hay momentos en los que los elementos chocan entre sí, la producción se aplana y aparece una torpeza extraña que desactiva la tensión que uno espera de Tortoise. El resultado es un álbum que, por instantes, se siente desconectado, sin la química que hacía respirar a sus trabajos anteriores. La distancia no lo explica todo, pero sí deja entrever una pérdida de fluidez: cuesta señalar exactamente qué falla, pero hay un leve aburrimiento que termina pesando. Se escucha con interés, pero no con la necesidad de volver una y otra vez.
La alianza con International Anthem, en cambio, aporta un sentido distinto. No es solo un cambio de sello tras décadas en Thrill Jockey, sino una forma de rencontrarse con la escena que ayudaron a moldear y que ahora respira a través de otros músicos. Ese cruce generacional tiene algo de retorno y de apertura. “Touch” es, sin duda, su disco más diverso, pero también uno de los más difíciles de clasificar: avanza entre la inercia y la lucidez, entre la dispersión y ciertos destellos de claridad, como si el grupo siguiera buscándose sin necesidad de probar nada. Quizá ahí esté su valor real: Tortoise ya no compite con su legado ni con las expectativas ajenas. Simplemente intentan mantener viva la conversación entre ellos y, en ese esfuerzo –inconstante, imperfecto, pero sincero– aparece otra forma de entender su música. ∎