Pongamos que estamos en el año 1998. Uno va paseando por la calle Bailén, cerca del Viaducto de Segovia, en Madrid, y ve una figura al fondo. Una sombra vibrante que se asoma peligrosamente al vacío. Pongamos que esa figura se precipita con decisión a la nada. El corazón del espectador, de pronto, da un vuelco. Si hay algo que resulta mínimamente parecido a la inquietud de decidirse a morir quizá sea ver cómo alguien se decide a hacerlo. Esa es la intención de A. J. Ussía (Madrid, 1982) con su última novela, “El puente de los suicidas”.
En su anterior trabajo, “Vatio” (2021), nos habló de los cielos e infiernos que vivió con Antonio Vega durante su juventud. Una novela donde este fino tahúr de la narrativa demostró que tras sus ojos arropados por ellos mismos, aclimatados en la travesura, se podía picar roca dura; vida vívida; estigmas de noches poco católicas que aún así rezuman generosidad cristiana. Eso lo encumbró como habitante de territorios poco frecuentes. Únicos. Porque la exclusividad no siempre sabe a caviar.
Ahora se desplaza a un sol y sombra de realidad y ficción, reviviendo las historias de quienes decidieron atajar su malestar en un ataque al vértigo y un abrazo al asfalto. Sin querer desvelar, porque hay trampas en la narración de Ussía, haciéndonos creer que sabemos quién está destinado a precipitarse y sorprendiéndonos luego; en la obra las barandillas del Viaducto de Segovia ensucian las manos de gente adinerada que lo ha perdido todo, de jóvenes en el cenit del amor, de adolescentes con secretos, vagabundos desesperados, solitarios enfermos mentales y… bueno, alguna que otra sorpresa más. Son todos casos reales, dice el autor, salvo que han sido manipulados en su espacio-tiempo. Algunos no son del Viaducto, otros no de ese escueto margen de tiempo en 1998. Sea como fuere, hay carne con nombre y apellidos en todos esos cuerpos desnucados.
La obra destaca por enhebrar un hilo narrativo que engancha. Un padre, una hija, un bar. El bar Esperanza. El garito de toda la vida, con cocido y parroquianos. Una tasca, dicho sea, que existió y se ubicaba, irónicamente, cerca de “el puente de los suicidas”. En la novela hay una lectura del despido eterno, al tiempo que la acuarela de un Madrid que se viene abajo con la gentrificación, la turistificación, la privatización… En fin, muchos ación que todavía en ese año quedaban atrás.
El estilo de Ussía no es pomposo, ni grandilocuente o armiñado. Orbita en una sobriedad clara que deposita más importancia en el relato que en el barroquismo de las palabras, salvo por repentinos arranques de elocuencia encarnados en frases para enmarcar, como “este Madrid sin mar, pero con tantos ahogados” o “el concepto de no natural es del todo antinatural, porque los suicidas no mueren artificialmente”.
Paradójicamente amena, vista la crueldad del asunto, la novela es un sabroso aperitivo del final del siglo pasado en la capital española, envuelto en el agrio aroma de la muerte que se alcanza por la propia mano. En este caso, por un salto. ∎