Película

Anora

Sean Baker

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Tras sorprender alzándose con la Palma de Oro en el pasado Festival de Cannes, “Anora” (2024; se estrena hoy), la nueva película del estadounidense Sean Baker, llega a nuestras pantallas antes de emprender una segura carrera a los Óscar, en la que todos los ojos están puestos sobre su protagonista, Mikey Madison. El encaje del director de “The Florida Project” (2017) y “Red Rocket” (2021) en Hollywood es complicado: si bien sus retratos humanistas de individuos expulsados a la periferia del Sueño Americano deberían servir a una industria que se pretende concienciada –especialmente durante la temporada de premios–, su sentido del humor es demasiado amargo, y su dramatismo, carente de condescendencia, es ajeno tanto a los felices giros del destino como a la lágrima fácil. “Anora” así lo demuestra con una inteligente actualización de los códigos de la comedia screwball, sin azúcares añadidos.

Madison interpreta a Anora, una bailarina erótica neoyorquina que una noche accede a visitar en privado a un jovencísimo cliente ruso, Vanya, quien resulta ser hijo de un oligarca. Deslumbrada por su fortuna y el tren de vida que esta le permite, accede gustosamente a casarse con él apenas una semana después. Este cuento de hadas a lo Cenicienta o “Pretty Woman” (Garry Marshall, 1990) es escamoteado cuando la noticia llega a los padres de Vanya, quienes encargan a sus torpes secuaces que anulen el matrimonio y devuelvan al chico a Rusia. Comienza así un largo viaje hacia la noche neoyorquina en el que los destinos de los personajes se hacen y deshacen según los designios de una élite que permanece fuera de campo.

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Tras unos primeros compases consagrados a la presentación de la astuta Anora, así como a ilustrar el abismo que media entre su mundo y el Olimpo por el que Vanya se pasea en calzoncillos, la mayor parte del filme se estructura en una serie de largas secuencias cuyo caos organizado es el plato principal. Resultan evidentes la consistencia con que Baker coreografía la acción y los encantos de un reparto en estado de gracia, donde destacan Karren Karagulian, colaborador habitual del cineasta, Yura Borisov como el tierno matón Igor, y la propia Madison, quien lidera la película con una presencia apabullante. El ritmo endiablado con que estos se dedican reproches remite a la screwball, en especial a los mordaces clásicos de Ernst Lubitsch, aunque con un registro forzado hasta lo histérico, próximo al cine de los hermanos Safdie. Conforme avanza la trama, el sentido del humor se va atenuando y la euforia inicial es sustituida por una amarga indignación.

A lo largo del metraje, Baker se mantiene en todo momento férreamente anclado a sus personajes, atendiendo a cómo sus interacciones ponen de manifiesto un orden social tan etéreo como inconmovible. A pesar de sus claras simpatías por un proletariado vapuleado por los poderosos, el director evita las generalizaciones del debate institucional sobre un asunto como el trabajo sexual, adentrándose en terrenos moralmente pantanosos pero psicológicamente atractivos. No obstante, en su último acto, la presión por esbozar un mensaje más claro resulta en un final efectivo pero ciertamente subrayado, acaso rescatado por las ambigüedades en que algunos personajes persisten, refractarios a la denuncia. Este ligero traspiés, junto a la relativa falta de imaginación a la hora de capturar el trasfondo urbano en que acontece la acción, disuadirá a algunos espectadores más que a otros. A pesar de ello, resulta difícil negar el magnetismo de esta tragicomedia humana que, en sus últimos instantes, logra convencernos de que, en un mundo sin esperanza, una sencilla muestra de compasión todavía marca una diferencia. ∎

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