“El invierno del dibujante”, de Paco Roca, docuficción del cómic español.
“El invierno del dibujante”, de Paco Roca, docuficción del cómic español.

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El invierno de los dibujantes: tebeos que hablan sobre hacer tebeos

Existen cómics que reflexionan sobre el propio arte de dibujar, cómics que hablan de las dudas creativas del artista en primera persona y cómics que redescubren la historia del medio. Todos ellos tienen algo en común: son propios de una época reciente en la que el cómic ha alcanzado una libertad creativa que permite que puedan aproximarse a estas temáticas. Son “metacómics”, de los cuales repasamos algunos a continuación.

El oficio del dibujante siempre despierta curiosidad, por el acto mismo de dibujar, que resulta hipnótico, casi mágico. Quizá por eso es una profesión rodeada de un romanticismo que suele esfumarse cuando nos acercamos a la realidad: incontables horas de duro trabajo y mucho sacrificio. En esa tensión entre arte y oficio se han desenvuelto varias generaciones de autores, que solo en las últimas décadas han tenido las condiciones necesarias para hablar de su trabajo a través de su obra, cuando la autobiografía y la autoficción se han convertido en herramientas importantes para el medio.

A pesar de ello, muchos dibujantes intentaron mostrar retazos de su oficio en ese contexto más industrial. Era habitual, por ejemplo, que dibujantes de Bruguera como Josep Escobar o Manuel Vázquez se representaran en sus propias páginas, casi siempre sentados a la mesa de dibujo. Vázquez, de hecho, solía asociar su trabajo a condiciones de esclavitud, medio en broma y medio en serio. En el cómic americano, más allá de algunas historias breves de terror o crímenes protagonizadas por dibujantes que se convertían en asesinos o enloquecían, podemos encontrar un curioso acercamiento a la creación artística: “How Stan Lee And Steve Ditko Created Spider-Man!”, una historia de tres páginas publicada en 1964 en la que los dos titanes de la historieta contaban cómo desarrollaron al Hombre Araña. Eso sí, a tenor de la información que manejamos hoy, el relato no pasa de ser una ficción corporativa.

Solo cuando el cómic comenzó a albergar corrientes autorales que se alejaban de las estructuras tradicionales fue posible que los dibujantes hablaran directamente sobre su profesión en lo que podemos llamar “metacómics”. Fueron los autores underground como Robert Crumb o Aline Kominsky los primeros que se representaron a sí mismos y expusieron sus preocupaciones y angustias artísticas. En esa tradición podemos insertar también a autores posteriores como Julie Doucet o Joe Matt, quienes tuvieron como tema recurrente el bloqueo creativo o las dudas que les generaba su propio trabajo –en el caso de Matt, hasta extremos–. Tampoco puede olvidarse que en una de las novelas gráficas más influyentes de todos los tiempos, “Maus” (1980-1991; Planeta DeAgostini, 2001), juega un papel muy importante el conflicto interior de su autor, Art Spiegelman, durante la realización del propio libro.

Pero el primero que le dedicó una novela gráfica completa a la industria del cómic fue, probablemente, Will Eisner (Nueva York, 1917-Lauderlane Lakes, 2005). “El soñador” (1986; Norma, 1990) se remonta a los años 30, la década de la Gran Depresión, cuando los comic-books se convirtieron en el entretenimiento infantil más importante de Estados Unidos, sustentado en una industria que precarizaba e invisibilizaba sin escrúpulos a los autores. 

“Los profesionales”, de Carlos Giménez: penurias de la historieta.
“Los profesionales”, de Carlos Giménez: penurias de la historieta.

Antes de que Eisner enfocara su carrera al público adulto, hubo otro pionero que también tuvo claro que el cómic podía ser vehículo de historias personales y autobiográficas. Hablamos de Carlos Giménez (Madrid, 1941), quien, en la España de la Transición, alumbró obras seminales y referentes para varias generaciones. Entre ellas, “Los profesionales” (1982-2004; DeBolsillo, 2011). Incluida en la lista de los 100 mejores tebeos españoles de Rockdelux, esta serie se sumerge en los tiempos de los cómics de agencia, donde una plantilla de excelentes dibujantes trabajaba a destajo para mercados foráneos. Aunque la mirada de Giménez se va dulcificando con el paso del tiempo, en las primeras entregas no concede terreno a la nostalgia, ya que subraya las pésimas condiciones laborales y, sobre todo, la negación sistemática de los derechos de autor, hasta el punto de que en muchos casos ni siquiera podían firmar su trabajo. En esas condiciones tomaron conciencia para, años después, encabezar la primera ola de cómic español adulto.

Resulta curioso comparar el contexto editorial que describe Giménez con el que puede encontrarse en muchos mangas que tratan sobre el duro camino que debe seguir quien quiera dedicarse a ello. Dejando al margen “Bakuman” (2008-2012; Norma, 2010-2013) del misterioso Tsugumi Ohba y Takeshi Obata, una serie que aplica los parámetros del shonen manga épico al oficio de mangaka, uno de los más reveladores es “Un zoo en invierno” (2005-2007; Ponent Mon, 2010) de Jiro Taniguchi (Tottori, 1947-Tokio, 2017). Se trata de un libro de autoficción en el que el autor vuelve la mirada a los años en los que se iniciaba en la profesión, una época de formación en todos los sentidos que permite que el lector sea testigo de la dureza y exigencia de un trabajo que impone duras condiciones a los autores.

Antes de Taniguchi, un grupo de dibujantes afincados en Osaka fueron los pioneros del manga para adultos, el llamado gekiga. A finales de los años 50, plantaron las semillas de muchos movimientos autorales futuros, en un contexto de precariedad absoluta, trabajando al margen de la pujante industria de Tokio, para pequeñas editoriales dedicadas al manga de alquiler. Muchos de aquellos autores han sentido la necesidad de contar aquella historia en su madurez; quizá el caso más significativo fue el de Yoshihiro Tatsumi (Osaka, 1935-Tokio, 2015), quien en “Una vida errante” (2008; Astiberri, 2009) recordó aquella búsqueda de una nueva forma artística que pudiera dirigirse a un lector adulto, pero también de un contexto editorial que permitiera publicar esos trabajos. Realizada desde un presente en el que está claro que aquellos autores tenían razón, quizá esta obra peque de cierta autocomplacencia, pero resulta muy interesante para conocer la época, y es una muestra de la maestría narrativa de Tatsumi.

"Una vida errante", de Yoshihiro Tatsumi: inocular el amor por el manga.
"Una vida errante", de Yoshihiro Tatsumi: inocular el amor por el manga.

Una novedad reciente en el mercado español entabla un interesante diálogo con aquel manga: “Los locos del gekiga” (1979-1984; Satori, 2021) de Masahiko Matsumoto (Osaka, 1934-Tokio, 2005), un autor pionero que, junto con Tatsumi y Takao Saitô, lucharon por sacar adelante la revista ‘Garo’, cuna del gekiga. Años más tarde, el autor publicó esta historia en la que, con un tono un tanto caricaturesco y más alejado de las cuestiones creativas, revisaba los mismos hechos que el manga de Tatsumi tiempo después. Los editores, que nunca terminaron de ver clara su idea, los presionaban para que siguieran trabajando en el tipo de historia que ellos consideraban más comercial. Pero, a través de todo tipo de engaños, jugadas sucias y traiciones, finalmente consiguieron cumplir con su visión.

Resulta dolorosamente significativo que cualquier relato que profundice en el pasado editorial, no importa de qué país, acabe siendo una historia de violencia laboral. Volvamos a España: el libro de Matsumoto tiene bastantes puntos en común con “El invierno del dibujante” (Astiberri, 2010, reeditado en 2020) de Paco Roca (Valencia, 1969). Con ciertas dosis de ficcionalización, cuenta la historia de cinco autores míticos de Bruguera que, ante los abusos de la editorial, decidieron marcharse y lanzar su propia revista. A pesar del dibujo de Roca, siempre cálido, se trata de una historia amarga y tan asfixiante como el franquismo que proporcionaba el contexto político y social en el que semejante aventura autogestionada estaba abocada al fracaso. No tuvieron más remedio que volver al redil de Bruguera y asumir resignados sus condiciones: las interminables horas frente al tablero de dibujo para poder ganar un sueldo digno, la sustracción de sus derechos de autor y la no devolución de los originales.

“El pacto”, de Paco Sordo: mitología de Bruguera.
“El pacto”, de Paco Sordo: mitología de Bruguera.

De alguna forma, “El pacto” (Nuevo Nueve, 2021) de Paco Sordo (El Puerto de Santa María, 1979) arranca donde lo deja Roca, en la siguiente etapa de la editorial, con Manuel Vázquez convertido en su genio díscolo. Pero ahí acaban las similitudes: el realismo verista de Roca es aquí sustituido por un tono caricaturesco que asume los propios códigos de Bruguera para contar una historia apócrifa, que juega con las técnicas del falso documental para añadir capas al relato. Así, entremezclando realidad y ficción, se nos narra la historia de un incomprendido dibujante, Gorriaga, que, ante la imposibilidad de emular a Vázquez, decide secuestrarlo, obligándolo a dibujar páginas que luego dialogará y firmará él. En este acto de violencia se encierra una metáfora de las propias condiciones laborales de Bruguera, que, a su manera, también cercenó la libertad de sus autores y les arrebató su trabajo.

Décadas después, al cómic le queda, al menos, la posibilidad de contar su propia historia, para que quienes disfrutamos de este medio no la olvidemos nunca. ∎

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