Empezaré la reseña con un montón de tópicos sobre Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948). Poeta maldito que no escribe poesía –salvo, quizá, en la intimidad–, diablo cojuelo de forzado palíndromo –al revés, su nombre compone, como todo el mundo sabe, “Satam Alive”–, ensayista despreocupado de la denostada autoficción –algo menos paradójico de lo que parece, como seres imaginarios que somos, y cuya validez depende de algo tan crudo como la calidad–, autor raro de revelaciones parageneracionales tipo “Bartleby y compañía” (2000) –libro calificado de “pesadilla” en la p. 52–, el catalán también encarna valores literarios como la musicalidad de las palabras, la heterodoxia desatascante o una de las mejores formas de humor: la ironía que no busca cómplices.
Todo lo anterior se encuentra en “Montevideo”, libro que gira alrededor de una gran coincidencia: Julio Cortázar y Bioy Casares escribieron los cuentos “La puerta condenada” (1956) y “Un viaje o el amigo inmortal” (1962), respectivamente, ambos situados en el antiguo hotel Cervantes de la capital uruguaya. Otro tópico que parece cumplirse aquí: todas las obras de Vila-Matas contienen una indagación –se podría llamar divulgación involuntaria de estilo– sobre algún escritor del que incluso no ha leído nada, cosa que le persigue y que me extraña. Sante, Valéry, Cioran, Kafka, Sterne, Walser, Mallarmé, Lautréamont, Rimbaud y Baudelaire –esta vez ni rastro de Gombrowicz– trufan de nuevo la lectura. Nombres y títulos, citas y lugares que retornan en el curso de una escritura que se asoma al abismo de lo ilógico en cada párrafo.
“Montevideo” contiene, como decimos, todas las claves de la (meta)literatura portátil de Vila-Matas, donde distinguir entre realidad y ficción no es un reto –que lo puede ser–, sino una soberana estupidez. De su mano, lo que él llama “yo literario visible”, uno al que casi oyes pensar o lees hablar, brota una vida movediza que se agita en pilares como la elegancia sutil o la sobriedad caprichosa. En “París”, destino de ida y vuelta en esta obra, alude a su primera novela, escrita durante la mili en Melilla –verdad–, titulada “Nepal” –falso–. La de Vila-Matas es forma de escribir cómplice y refractaria a cualquier pretensión de totalidad. En esto se diferencia de la filosofía. Y aunque los filósofos de la totalidad se acabaron con Nietzsche, este autor no duda en seguir al precursor Voltaire cuando dijo aquello de que “el secreto de aburrir es contarlo todo”.
La RAE define trama como “conjunto de hilos que, cruzados y enlazados con los de la urdimbre, forman una tela”. Vila-Matas se enreda en el núcleo duro de la literatura, disciplina que permite inventar identidades, o quedarte con una porción de mundo –que no de realidad–, sin tener que rendir cuentas a nadie. Pero “Montevideo” no es una novela tan sin Dios, sin trama y sin fin –todo esto es muy atractivo– como pueda pensarse. Gira alrededor de la vocación de escribir, del bloqueo creativo, de la melancolía que provoca y de la posibilidad de encontrar la salida –la portada del danés Vilhelm Hammershøi (1864-1916) tampoco es casual–. Aunque el capítulo más conseguido es el mismo “Montevideo”, quizá por su trama casi policíaca, lo que distingue a este autor acusado a veces de pirotecnia –incendiar también encandila– son los vectores que traza, sus cabos sueltos con anzuelo a los que asirse para abrir nuevas puertas. Vila-Matas vierte, además, una definición de literatura que viene muy a cuento: “Hablar sin que nadie te interrumpa”. Brillante e infiel a sí mismo, uno de nuestros autores más diabólicos, en el sentido etimológico de creador centrípeto y experimental, sin duda, ha preferido volver a hacerlo. ∎