La compleja relación entre historia y memoria es uno de los grandes temas que abordan los profesionales de la historiografía contemporánea. Un asunto sin duda muy relacionado con la polarización política del presente y el ascenso de una nueva ultraderecha que pretende impugnar determinados relatos, manipular los hechos y rescatar personajes e ideologías que creíamos ya, quizá ingenuamente, descansando en el basurero de la historia. El cómic español no ha sido ajeno a estos debates y, en las últimas décadas, especialmente a partir del año 2007 con el bum de la novela gráfica, ha sido escenario de un notable desarrollo de obras que versan sobre nuestro pasado reciente. De marcado corte reivindicativo y, habitualmente, desde una posición ideológica de izquierdas y de simpatía por las víctimas del franquismo, estos cómics se han movido más bien en el territorio de la memoria, que, como ha escrito Enzo Traverso, “es una construcción, siempre filtrada por conocimientos adquiridos con posterioridad”. En realidad no son muchos los cómics que siguen un método historiográfico para abordar el pasado.
Ahora bien: hay sobrados ejemplos de cómics cuya intención rigurosa acaba siendo un ejercicio de didactismo en el que los aspectos visuales y artísticos quedan en un segundo plano. No es, afortunadamente, el caso de “¡Muera la inteligencia!”, cuyos autores tienen muy claro que no están “dando a conocer” la figura de Millán-Astray al “público general” –sea lo que sea eso– ni construyendo un relato más accesible y ligero que un ensayo escrito, sino todo lo contrario: utilizan el lenguaje del cómic para problematizar la figura abordada, para tratar su complejidad desde lo visual. Así, el texto de García se concentra en dos columnas situadas en los extremos de cada doble página, la unidad discursiva escogida por el tándem creativo, mientras que el centro es el espacio en que Gustavo Rico trabaja sobre la documentación gráfica para desarrollar su propio discurso, que dialoga siempre con el del texto, bien integrados ambos.
Y este aspecto es el que eleva la obra por encima de productos más convencionales: hay una conciencia del potencial ideológico y simbólico de la imagen, de su capacidad para transmitir mensajes y connotaciones diferentes a los del texto escrito. Lo demuestra Rico en su tratamiento expresivo del color, sobradamente demostrado en sus cómics anteriores, pero aquí aplicado de forma más contenida, con blanco, negro, gris y puntuales toques de rojo. Pero también con su manejo de las tramas y filtros, del valor retórico de la repetición en secuencia o de las modulaciones sutiles de la caricatura gráfica para apuntar la subjetividad que el texto intenta evitar. Pero, sobre todo, Rico destaca por su original uso de la imagen fotográfica, que le sirve como base y referencia para muchas viñetas pero que también introduce directamente en sus páginas mediante manipulaciones e intervenciones que evocan los collages del Equipo Crónica, entre lo pop y lo vanguardista, y que permiten a la pareja de autores una aproximación innovadora, que justifica la elección del cómic como lenguaje para tratar asuntos como estos. En una época de banalización de la verdad, pero también de la imagen, es una suerte que aún existan obras como “¡Muera la inteligencia!”, que se toma ambas muy en serio. ∎