A lo largo de este siglo, los Estados Unidos han sufrido uno de los peores atentados contra la salud pública. La epidemia de los opiáceos, accionada por la barra libre de OxyContin –el producto de la farmacéutica Purdue Pharma– desde 1996, aunque había otros jugadores en el tablero que se tiende a olvidar, se ha llevado por delante a 500.000 estadounidenses por sobredosis (y subiendo mientras se leen estas líneas). Esta falla de un sistema avaricioso que permite impunemente ese reguero de muertes a expensas de la acumulación indiscriminada de dólares centraba el desarrollo de “El imperio del dolor” (2021), mastodóntico y exhaustivo trabajo de no ficción con que Patrick Radden Keefe desenmascaraba a las tres generaciones de la familia Sackler que ingeniaron tan atroz lucro mientras se los recibía como filántropos y coleccionistas de arte (un lavado de dinero y conciencia). Si algo ya quedaba claro tras su lectura, así como al finalizar el visionado del documental que nos ocupa, es que las dinastías multimillonarias siempre tienen sus artimañas –empezando por cheques de cifras astronómicas y grupos de presión en Washington D.C.– para irse de rositas o, como mínimo, con el menor daño posible.
La misma temática sobrevuela “La belleza y el dolor” (2022; hoy se estrena en España), el documental con que Laura Poitras se llevó el máximo galardón del Festival de Venecia 2022 y que aspira al Óscar en dicha categoría este mismo domingo, después de inaugurar el pasado martes la décima edición del Americana Film Fest de Barcelona. Sin embargo, su acercamiento se produce en unos términos muy alejados del periodismo de rigor y épico –por la extensión– de un Radden Keefe que hace acto de presencia como experto en la materia. La mirada de Poitras se desliza hacia la figura de Nan Goldin, la celebrada fotógrafa que, tras sufrir en sus propias carnes los estragos de la adicción al medicamento, se enzarzó en una cruzada activista al frente de la organización P.A.I.N. para sacar el nombre Sackler de las principales galerías de los grandes museos del mundo.
La realizadora de “Citizenfour” (2014) no puede evitar sentirse fascinada por el sujeto al que sigue por sus dependencias íntimas, convirtiendo su esfuerzo en una obra híbrida entre la biografía y la memoria, reflejando además el activismo de Goldin en el marco de la peor crisis de opioides de la historia. Y es en su reparto equitativo cuando el documental sale diezmado. El corpus fotográfico –plasmado por ese carrusel de diapositivas que conecta con la memoria: la real o la inventada, a través de los relatos visuales– y las lúcidas reflexiones de Goldin y sus confesiones sobre traumas familiares y personales impulsan el visionado por encima de los fragmentos dedicados al activismo, lastrados por el reducido interés de esas reuniones previas a las performances en los museos. Tan solo hay un instante memorable en el metraje dedicado al presente: cuando los actuales cabecillas del clan Sackler se ven obligados a comparecer, por orden judicial y a través de videoconferencia, para escuchar los testimonios de exadictos y familiares de las víctimas de su lucrativa droga prescriptiva. Lo más cercano que estarán nunca de un acto de justicia.
Cuando la película cubre el papel clave de Goldin en la contracultura de finales de los setenta y ochenta –fue testigo en el bajo Manhattan desde su residencia en el Bowery, al lado de su familia de inadaptados: Cookie Mueller, Bette Gordon, David Amstrong, Vivienne Dick–, el visionado secuestra la atención, impulsado en parte por el magnético arte fotográfico de una Goldin codificando (su) mundo a través de una lente. Con un enfoque rara avis para su tiempo –una fotografía del yo, autobiográfica, que en los años ochenta resultaba chocante a excepción de en Larry Clark, quien se adelantó con la publicación de “Tulsa” en 1971– pero que pronto le valdría el aplauso unánime con trabajos como “The Ballad Of Sexual Dependency” (1985) –nació como pase de diapositivas con música que la autora desplegaba en fiestas y bares de Nueva York y Berlín como “el diario que dejo a la gente leer”– o “The Other Side” (1993).
Es también en el bloque retrospectivo cuando Goldin extrae las confesiones más dolorosas –la relación tóxica con Brian, el suicidio de su hermana, la relación con su madre– y algunas de las lecciones vitales con las que la película te agarra. Una de las más hermosas hace referencia a su hermana, quien por su sexualidad “desviada” –ser lesbiana en un tiempo de fuerte represión– fue ingresada en varios reformatorios antes de acabar con su vida –no duda en culpar a su madre de ello–, lo que la lleva a concluir que es mejor no guardarse nada en el interior, por muy inconfesable que resulte, porque acabará germinando en dolor, frustración o pena. Y ella cumple con su ejemplo, abriéndose en canal ante la cámara de la fascinada Poitras. Porque si hay algo que también deja claro este filme es que incluso del dolor se puede extraer belleza. ∎