La narrativa de Amy Sherman-Palladino gira sobre la celebración del instante o la réplica ingeniosa; esa euforia breve, chispeante, que tanto admira en la literatura de Dorothy Parker pero que, encarnada por actrices, concierne sobre todo al dinamismo y el tono y la musicalidad de la voz. Como la costumbre crítica es tomarse en serio la gravedad y la circunspección, esa forma expresiva –de apariencia espontánea y ligera– fue más bien ninguneada en “Las chicas Gilmore” (2000-2007). La realidad es que hemos visto pocos arcos tan amplios, comprensivos y matizados sobre la educación y la transmisión que la forma en que crecía Rory ante los ojos de Lorelai. Lo emocionante (porque el ingenio acaba teniendo una resonancia afectiva, cuando no un regusto melancólico) es que Lorelai siempre mantuvo viva la tensión rítmica, es decir, siempre trabajó a favor de la buena réplica escénica y de alegrar la fiesta. Esto, que es lo propio del gran comediante de stand up, me parece un arte mayor de nuestra época, con sus cumbres en “Seinfeld” (1989-1998), “Louie” (2010-2015) o “Larry David” (2000-). Y, ante todo, una filosofía vital en la que Palladino ha profundizado a través de la transformación de Midge Maisel y su búsqueda, siempre inquieta, de la voz propia.
El aspecto más doméstico y de cámara de “Las chicas Gilmore” mostraba a veces el deseo de Palladino por las escenografías y coreografías musicales: cuando tuvo dinero, es el mundo que construyó en “La maravillosa Sra. Maisel” (2017-), una casa de muñecas. Sigue habiendo algo muy afectivo (nada calculado) en este tipo de artesanía y construcción mimada (de este modo, se resiste a abandonar a sus personajes, incluso cuando parecen disfuncionales para la trama, a la vez que celebra adornar ese mundo con otros actores secundarios y queridos). No es nada fácil, en cualquier caso, habitar o dar vida a estos espacios tan artificiales y diseñados, el mundo como plató. Pero igual que la cámara se libera y desata aquí, la historia de Migde –de perfecta esposa a comediante emancipada y lenguaraz– equivale a conquistar el escenario, ese tránsito exultante propio del musical en que se pasa del estatismo doméstico al baile en un esplendoroso exterior. ¿Qué hacer entonces con tanto movimiento, y aún más qué hacer si se interrumpe? De eso trata esta cuarta temporada, tal vez la más organizada según un cambio progresivo de un estado a otro, es decir, hacia un cambio de imagen, siempre tan difícil de hacer. Es memorable entonces la forma en que irrumpe “How Do I Get To Carnegie Hall?”, de Sparks, sobre Midge, para condensar todo el potencial emocional, el estallido vital, que persigue la historia de estos ocho capítulos (Palladino suele basar muchas escenas e incluso capítulos en canciones).