“Madame Marguerite” (2015), en la que Xavier Giannoli fantaseaba con una Castafiore de los años 20 inspirada en Florence Foster Jenkins, puede verse como el paso previo de este más ambicioso y logrado fresco histórico que, de la pluma del descamisado Honoré de Balzac, nos lleva al París de la primera mitad del siglo XIX. El cineasta francés lo recrea con notable autenticidad, sin abuso de efectos especiales ni necesidad de reconstruirlo en alguna vieja ciudad de Europa del Este, como se ha podido ver recientemente en producciones francesas como “Cartas a Roxane” (Alexis Michalik, 2018), donde la decimonónica Ciudad de la Luz se veía reducida a un indigesto cóctel estético de pantallas verdes y urbes checas disfrazadas de capital de Francia.
La música –no ya la de aquel ruiseñor desafinado, sino la de compositores de la época o de siglos anteriores– ha sido la inspiración que ha guiado a Giannoli en su particular sinfonía de una ciudad, compuesta a partir de un modelo muy concreto: la reinvención que el afamado Max Richter llevó a cabo de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi. La operación es la misma: partir del espíritu del original para modernizarlo y adaptarlo a la actualidad. Así, el director de la muy notable “El cantante” (2006) –crónica de un cantante de provincias para la que ya contó con Gérard Depardieu y Cécile de France, que aquí encarnan a un editor analfabeto y a una noble de corazón poeta– evita el pétreo academicismo y logra una musical fluidez que aligera este full inmersion decimonónico saturado de detalles parlantes con guiños dobles, como esas fake news avant la lettre.
Y lo hace sin pasarse de moderno. Hasta sospechamos que los “jóvenes turcos” de la nouvelle vague lo habrían tildado de cinéma de qualité cuando todavía afilaban cuchillos en la redacción de ‘Cahiers du cinéma’, como hacen en la película Vincent Lacoste y su cuadrilla de alegres sobornados del “canard” ‘Le Corsaire’, desde donde hunden o encumbran las obras populares, en función de sus intereses pecuniarios. Lacoste llega incluso a impartir una brillante clase de periodismo exprés, señalando el escaso valor de esas muletillas que usamos en nuestras críticas en lugar de la palabra exacta y que por más que puedan significar algo, si se les da la vuelta, resultan justo lo contrario.
Si algo se le puede reprochar a “Las ilusiones perdidas” (2021; estrenada en España en 2022) es el escaso carisma de la pareja protagonista, a la que ponen cuerpo Benjamin Voisin –el chico de la Mobilette en “Verano del 85” (François Ozon, 2020)– y Salomé Dewaels, acaso demasiado creíble en la piel de una actriz de bulevar que fracasa con Racine. Entre la troupe de secundarios destacan la siempre divina Jeanne Balibar y el nunca suficientemente ponderado Louis-Do de Lencquesaing, quien ya estaba en “Les corps impatients” (2002), la perturbadora puesta de largo de Giannoli descubierta en el Festival de San Sebastián de aquel año. Y también figura un sorprendente Xavier Dolan, atrapado en un rictus aristocrático que le impide romper a llorar en la ducha, abrumado por la maldad del mundo que lo rodea.
El llanto indignado ha sido la reacción de buena parte de la agonizante prensa gala, a la que no le ha gustado verse reflejada en este espejo grotesco, considerando la película como una vitriólica crítica al periodismo cultural de lo más inoportuna. Tal vez, pero quien se pica… ∎