“El rock es malo porque hace que tomes drogas y las drogas te convierten en homosexual”. Valga esta cita proveniente de la autobiografía “Oooh, My Soul!!! La explosiva historia de Little Richard” (2008) para marcar un punto de partida. Si buscamos uno de llegada, allá va esta otra no menos atómica sacada de la película “Little Richard. I Am Everything” (2023; se estrena hoy): “Salía de las orgías buscando mi Biblia”.
Ambas delimitan el arco que transita la realizadora Lisa Cortés en su intento por completar un retrato lleno de recovecos, jalonado por pistas tan contradictorias como la ostentación ornamental de una homosexualidad nunca del todo asumida, el agotamiento de una carrera a fuerza de excesos o un fervor new born christian marcado por la renuncia y el autocastigo. Y por encima de todas ellas, ese potencial musical incontrolable que llevó a Little Richard (1932-2020) a detonar por sí solo el big bang del rock’n’roll en la década de los cincuenta.
Como espoleada por la dificultad del reto, la directora no duda en desactivar prejuicios y permitirse todo tipo de licencias. Porque el metraje de la película pivota en torno a las grabaciones de viejos conciertos, esos donde toda la carga nuclear de Little Richard parecía entrar en combustión. Pero estas imágenes se combinan sin reparo alguno con entrevistas actuales y pasadas, fotografías de archivo y programas televisivos, relecturas de temas ante la cámara y un listado de invitados apabullante, porque, a fin de cuentas, ¿quién no se siente en deuda con el Melocotón de Georgia? Hasta John Waters asoma por allí el bigote para confesar que este no es sino un homenaje privado a ese cantante que vio por primera vez en “The Girl Can’t Help It” (Frank Tashlin, 1956).
Estamos en terrenos de la biografía filmada, canónica hasta ahuyentar cualquier tentación de autoría y con el único añadido de un montaje tan deslumbrante como el cine estadounidense nos tiene habituados. Y no se entienda esto como demérito de Cortés, sino como acierto por permitirle centrar su objetivo en trazar una narración cristalina con la que desarrollar las dos películas que aquí se entrecruzan.
Una cubre el sinuoso recorrido vital de Richard con formato from the cradle to the grave. Algo reseñable porque, si otras intentonas detenían bruscamente su revisión a principios de los sesenta, Cortés no duda en adentrarse en ese confuso recorrido posterior donde la carrera del cantante se fue difuminando entre cantidades incontroladas de droga, conciertos a granel y unas espantás sobrecargadas de fervor religioso donde la búsqueda de Dios no escondía sino una huida desesperada de sí mismo.
La segunda no está ya construida a golpe de imágenes volcánicas, sino de confesiones íntimas de admiradores, familiares y personajes tan ocultos como Lee Angel o Lady Java, las dos legendarias parejas (femeninas) del cantante. Momento en el que Cortés se desentiende de cualquier ansia completista y decide avanzar por cauces libérrimos para plasmar el efecto más subterráneo de las ondas sísmicas provocadas por aquella bomba de relojería que activó Little Richard. Un Richard que aquí no es músico sino puro icono, catalizador de un mundo queer inconcebible en tiempos sin derechos civiles.
En ningún momento las piezas del puzle se descompensan. La desinhibida planificación de Cortés permite reflejar al cantante desde una amplia variedad de prismas, como en un juego de espejos infinito que mantiene siempre el equilibrio por no perder nunca la música el eje central de la narración. Y de este modo, la película cumple con su aspiración más íntima, la de convertirse en piedra miliar de ese reconocimiento público que al cantante siempre se le escapó en vida, como sumándose a esa proclama que Richard aúlla desde la pantalla: “¡Yo soy el originador! ¡Yo soy el emancipador! ¡Yo soy el arquitecto del rock and roooooll!”. ∎