Película

Men

Alex Garland

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Alex Garland es –como otro Alex, Proyas– un rara avis en el cine de ciencia ficción y fantástico contemporáneo. Ambos han rodado películas de culto que, por eso mismo, no fueron inicialmente ni grandes éxitos ni consideradas obras relevantes en los dos géneros. Sin embargo, tanto “Dark City” (1998) –de Proyas, de la que las hermanas Wachowski sacaron no pocos planos para su “Matrix” (1999)– como “Ex_Machina” (2014), de Garland, han hecho avanzar la ciencia ficción fantástica más oscura por derroteros que pocos cineastas más se han atrevido a transitar. Proyas ha realizado un montón de videoclips y producciones cinematográficas de envergadura, como “Yo, robot” (2004) y “Señales del futuro” (2009). Garland, también literato, tiene una filmografía mucho más reducida: “Ex_Machina”, o cómo reinventar los dramas existencialistas sobre la inteligencia artificial; “Aniquilación” (2018), o cómo empoderar los relatos sobre alienígenas, y la miniserie televisiva “Devs” (2020), sobre informática, manipulación y poderes fácticos.

En su tercer largometraje –“Men” (2022), producido por la inquieta compañía A24–, Garland varía el rumbo. “El mundo que siga debatiéndose entre los experimentos de inteligencia artificial y la búsqueda de otros mundos”, parece decirnos el autor de la novela “La playa” (1996). Ahora, el cineasta y escritor londinense encierra a una mujer en un caserón en plena campiña inglesa y la hace enfrentarse con sus propios temores y sentimientos de culpa a partir de un relato de desdoblamiento tras desdoblamiento algo agotador, cierto, con una idea excelente demasiado estirada pero de resultados globales más que satisfactorios.

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En la primera secuencia vemos a la protagonista con la nariz ensangrentada en el interior de su espacioso apartamento londinense que da al Támesis. Mira fijamente por la ventana y entonces cae desde lo alto del edificio el cuerpo de un hombre de raza negra. Ambos se miran fijamente. El siguiente plano es el del polen de una flor extendiéndose por el aire. El filme vuelve una y otra vez a esta situación, para completarla: la mujer quiere separarse de su marido y este amenaza con suicidarse si ella pide el divorcio. ¿Suicidio o accidente? Después de que él le pegue, ella lo echa de casa. Quizá tan solo quería volver entrando por la ventana. Quizá ha preferido terminar con todo. La duda está sembrada. La protagonista decide pasar dos semanas en la vieja y gran mansión en la campiña, aunque le resulte imposible olvidar.

Sobre el papel, un drama, una deriva, el intento de recuperación emocional. Pero Garland prefiere la ambigüedad de aquellos filmes de Roman Polanski donde no está claro si lo que pasa es real o solo forma parte de la mente alterada de la protagonista, sea Catherine Deneuve en “Repulsión” (1965) o Mia Farrow en “La semilla del diablo” (1968). Cuestión de puntos de vista.

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El marido muerto –ensartado en unas rejas en plena calle: el dato es relevante para carnes troceadas que vendrán después– se apellidaba Marlowe, pero ella prefiere que ahora la llamen con su nombre de pila, Harper. Parece un guiño de Garland al cine y la novela negra: el Philip Marlowe de Raymond Chandler y el investigador Harper encarnado por Paul Newman en las adaptaciones de las novelas de Ross Macdonald. O puede que simplemente sea casualidad. No lo es, en absoluto, que todos los hombres que Harper –encarnada por la también cantante Jessie Buckley; reciente su disco con Bernard Butler “For All Our Days That Tear The Heart” (2022)– encuentra en la localidad están interpretados por el mismo actor, Rory Kinnear: el chistoso propietario de la casa, el libidinoso párroco, el inquietante agente de policía, un niño que enmascara su rostro con una careta de mujer rubia, el barman, dos parroquianos del bar y un hombre desnudo cuyo rostro muta hacia misterios insondables que conviene no desvelar aquí.

Men, hombres, ¿un mismo hombre multiplicado que representa todas las masculinidades tóxicas habidas y por haber? Garland no renuncia a algunos golpes de efecto clásicos en este tipo de relatos –el de mujer sola en una vieja casa en una comunidad rural y desconfiada– y juega muy bien con los desdoblamientos, los rincones en rojo de la mansión y la iluminación. Pero, sobre todo, es un filme oval: el círculo de luz que completa el arco de un puente con su reflejo en unas aguas estancadas –en la espléndida secuencia de la voz en eco dentro del túnel, secuencia que va de la maravilla al terror– y la cámara penetrando dentro del ojo del cuerpo de un ciervo sin vida en medio del bosque. Cuando la cámara sale, el cadáver ya está medio descompuesto. Quizá, como en el cine de David Lynch, habituado a introducir su cámara en agujeros oscuros, la realidad –si es que esta existe para Harper– acontezca en el tiempo en que se descompone el ciervo y todo lo demás sea un sueño doloroso influenciado por el sentimiento de culpa y los ecos ondulantes de una rudimentaria masculinidad. ∎

El acecho de los hombres tóxicos.
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