Como una olla a presión a punto de estallar. Así es el humor –alimentado por el drama– de “Mo” (2022-), la comedia creada por Mohammed “Mo” Amer y Ramy Youssef sobre la experiencia de un inmigrante palestino, huérfano de padre, que vive sin papeles en Estados Unidos. De corte autobiográfico, su historia es la de la familia de Mo Amer, que escapó de Haifa, huyó de Kuwait y terminó recibiendo asilo político en Houston, Texas, tras un largo proceso burocrático que parecía que no iba a acabar nunca.
Originario de una tierra de la que ni siquiera puede reclamar el nombre (“Soy de Palestina” ,“Ah, ¡Israel!”, “Bueno, tenemos un problema de branding”, dice el gag que se repite varias veces a lo largo de la serie), convive con la nostalgia y el deseo de poder echar raíces con su novia mexicana, casarse y ganarse la vida de forma legal. De este limbo y esta espera, y las dificultades para salir adelante entre medias, es de donde nace “Mo”: una serie que, a la vez que retrata una situación común a muchos migrantes indocumentados, recoge las particularidades históricas del pueblo palestino, totalmente infrarrepresentado en la ficción mainstream.
En este sentido, tiene mucho en común con “Ramy” (2019-), la multipremiada serie de Ramy Youssef en la que la pareja creativa colaboró por primera vez, con Mo Amer en el papel de uno de los personajes principales. Ambos son buenos amigos y fueron compañeros de piso, que es donde surge la idea de adaptar este período tan tenso de la vida de Amer. En “Mo”, mezclan sus voces con un objetivo común: ampliar el limitado abanico de experiencias islámicas que ofrece la ficción norteamericana –a diferencia de Ramy, el protagonista de “Mo” no es un joven privilegiado y su conflicto es material, no únicamente identitario– y hacer justicia a la complejidad de lo representado y a su propia sensibilidad artística.
Que en el caso de Amer –quien en sus comienzos como cómico de stand-up llegó a compartir espectáculo con el rabino Bob Alper en una gira titulada “Reír en paz”– tiene mucho que ver con la apertura radical al otro. Su humor, físico y frenético, está atravesado por una profunda sensibilidad. Los códigos son, a falta de una palabra mejor, los de una comedia post-woke en el buen sentido: la tolerancia se da por sentada, el esfuerzo inclusivo forma parte del lenguaje de los personajes y el chiste emerge allí donde los individuos se chocan con sus propios límites.
Aunque hace tiempo que la comedia en general dejó de ser de situación (concebidas para plataformas, la estructura entre capítulos se difumina como en una película larga), la inestabilidad es clave para este relato de la diáspora: la tierra no está fija bajo los pies de su protagonista, que no puede volver a Palestina, arrastra el trauma de la persecución en Kuwait y no puede echar raíces en Estados Unidos. El trabajo no es estable, los accidentes son constantes, las fuerzas de ocupación son múltiples y las situaciones inverosímiles se suceden sin tregua: la neurosis no viene de dentro sino de fuera, porque es el mundo el que se ha vuelto loco.
Su humor es ligero y blanco, pero no por ello va menos cargado de sentido: apuntalado por la acidez y la inteligencia estratégica de Ramy Youssef, sus llamamientos a la bondad y la concordia –un viejo judío y un viejo palestino pueden jugar juntos a las cartas aunque se enganchen debatiendo las fronteras de 1967, o un musulmán puede confesarse en una iglesia con tal de no ir a terapia– conviven con un reconocimiento profundo y merecido de la rabia. La frustración y la injusticia son palpables y en ocasiones desbordan a los personajes: emergen como respuesta legítima y como motor desde el que construir conciencia política, aunque el mensaje final sea que solo el amor puede salvarnos. Por eso la serie habita una contradicción y una negociación constantes, y por eso es un excelente relato de diáspora: sin rebajar esa presión que podría acabar con todo, busca en el humor aquellos puntos de alivio que permiten procesar lo sucedido y aguantar un día más. ∎