Montero Glez (Madrid, 1965) dispara palabras cocidas bajo el calor de una vida. A Glez, si le da el aire, se arranca por bulerías y taconea la página sin importar si es plaza pública o salón privado con mesa camilla. De semejante guisa se digieren sus braceos literarios, como los de Carmen Amaya, en páginas mediáticas reservadas para las masas –cretinizadas o de paladar musculado–, lo mismo que para los cazadores de sus novelas. Uno, que también comparte tempestades en la periferia de los teclados por credo, sabe que, en las ficciones, sea cual sea su porcentaje de confesionario, tiende el estómago a relajarse como en una travesía de droga-Dios: a descargar emesis y viscosidades privadas, mejor o peor disimuladas en los entresijos de la historia. Pero es el cilicio cotidiano del artículo donde, si el pulso editorial no es cenizo, metomentodo, envidioso y castrante, se va plantando la gravilla del espíritu. Las ideas de fondo. El cojeo ideológico, musical, humano. Los retales que hacen al hombre o al marciano.
De hecho, del extrarradio solar parece la denominación de origen de Montero Glez. Ya lo advierte con el título de esta recopilación de textos: “No soy Enrique Vila-Matas”. ¡Habrase visto!... ¿Quién, en su sano juicio, gustaría de ser Vila-Matas? Hacer de mono de feria en escaparates alemanes o inventarse hijos con males incurables que demuestran la secadera escrotal. La prosa de Glez es una tiranía ilustrada del sentimiento: tan pronto lacónica y hasta protocolaria, tan inesperadamente sometida al dictado del duende y su mitología. Montero se revela más impresionista y sensorial, con resbalones hacia el lado impresentable de la vida, cuando tiene “Sed de champán” (1999) y hambre de “Carne de sirena” (2022).
Pero en esta última excomunión —peineta indirecta a una vaca sagrada de la literatura patria—, que lo revela como un comedor de bifes impermeable al veganismo hindi de muchos de sus coetáneos, Glez exhibe sus pasiones: el jazz, el flamenco, el boxeo, el punk, la mitomanía callejera y la energía beatnik dinamizada hasta dejarte con un ojo tuerto del calentón. Habla en sus escritos de la fábrica de perdedores en la sociedad del espectáculo, y no me cuesta imaginarlo con esa boina que lo carliza un poco, mientras sus patas lanudas entonan el cancán, ataviados los alambres por un monísimo tutú.
Yendo de la metáfora a la afirmación: Glez es especialmente sensible a la contracultura. Le gusta el barro. No cuando lo patea un burel cabreado frente al traje de luces y el estoque –eso lo aclara–. Para él, el coso es síntoma de una España añeja y casposa, con perfil de caudillo y belfo bigotudín. Sí le pinta, en cambio, cuando la plaza son las madrugadas cargadas de aullidos a la gloria de las palmas, con la imborrable superstición de Camarón. Este librito, este papelillo para fumárselo a cartón, es a la vez una enciclopedia y una foto porno. Se reconoce la anatomía de Glez, sus caprichos y tertulias. Por eso viene mereciendo la pena: porque su saber se dilata como un parto. Y el resultado está bien formado, llora y pide ubre, que no es otro órgano que la mirada atenta de los lectores. ∎