“Nada” (2023) es un artefacto sin duda singular. Creada por Mariano Cohn y Gastón Duprat para Disney+, llama la atención desde el primer episodio por su frescura y por una trama minimalista que destaca frente a la barroquización argumental habitual de la mayor parte de las series, pistas de circo cuyo valor es proporcionar el mayor número de saltos mortales hasta saturar al espectador. Donde en otras series hay asesinatos, dramas, sexo y explosiones sangrientas, aquí vemos bellas hortalizas, atractivas y extensas milanesas, fascinantes carnes asadas con dos huevos fritos encima y sopas que, al parecer, llevan al paraíso, mundo ligado sin duda a las sensaciones perdidas.
Sin embargo, “Nada”, como su propio título indica, habla sobre el vacío de una vida, concretamente la del personaje protagonista, Manuel Tamayo Prats, interpretado por un fabuloso Luis Brandoni. Manuel es un crítico gastronómico de capa caída, mordaz, esnob, cruel, egoísta y maniático cuya vida gira alrededor de la comida o, más concretamente, alrededor de su boca, ya que oralidad y gastronomía van aquí totalmente unidas. El crítico gastronómico es el que habla y come por la boca pero olvida el resto de su cuerpo y de su ser. Así, la identidad de Manuel se construye en relación con sus visitas a restaurantes –donde es temido por sus comentarios– y a partir de sus gustos personales y complejas manías. Su mal genio, sus respuestas demasiado honestas en un mundo acostumbrado al buen rollo, lo convierten en una figura inconformista y al mismo tiempo entrañable. Todo cambia para él cuando fallece su sirvienta de toda la vida, quien ha escrito un singular cuaderno con cada una de las exigencias y manías de su señor, desde cómo doblar las sábanas hasta qué tipo de mostaza le gusta. La vida del crítico ha consistido en alimentar esas rutinas, que hablan de una extrema y enfermiza pasión por el detalle, por la perfección. Una forma de vida que lo lleva, efectivamente, a nada, hecho del que será totalmente consciente,
La serie, de cinco episodios, como decíamos al comienzo, se caracteriza por una minitrama que se centra –algo hoy en día poco habitual en televisión– en describir una vida y su contexto, los espacios que habita, las cosas que come. Como contrapunto a esta existencia están las palabras –más bien cartas visuales enviadas desde Nueva York– de su amigo Vincent Parisi, interpretado por un divertido Robert De Niro. Un personaje que tiene algo de demiurgo. Además, De Niro, durante sus soliloquios y a modo de enciclopedia porteña, describe numerosas expresiones típicas de Buenos Aires como “remar en dulce de leche” o “la verdad de la milanesa” y define insultos como “boludo” o “pelotudo” y sus sutiles y fundamentales diferencias.
La ciudad es también protagonista. Una Buenos Aires idealizada cuyos espacios están relacionados entre sí por la gastronomía. La comida es el hilo que une todo: las relaciones sociales, el cuerpo y el alma. Así, el epicentro de la vida de Manuel es la cocina, donde hace de director de orquesta diciendo cómo cocinar a sus empleadas cada plato. Allí será precisamente donde la nueva sirvienta, una joven paraguaya, le descubrirá el valor de la comida hecha con alma, el valor de los ingredientes en sí, cuyo sabor individual –dice el crítico– debe ser respetado. En cierto modo esta es la misma idea que plantea la serie, realizada con muy pocos pero potentes ingredientes, siendo uno de ellos el sentido del humor. Una leve ficción que nos habla de este pequeño y simpático viaje a los infiernos de Manuel, salvado por el personaje de Robert De Niro, quien visitará Buenos Aires para quedar arrobado ante un trozo de carne asada, tierna y delicada sobre la cual hay dos huevos fritos, dos ojos que nos miran sin ningún rubor. Ahí está justamente la esencia de la serie y también de la ciudad: el descaro mezclado con el puro gozo. ∎