La filmografía de Javier Corcuera (Perú, 1967) acostumbra a discurrir sobre los raíles del documental político-social. Y aunque la nueva película del laureado director de “La espalda del mundo” (2000) también podría adscribirse a dicho género, el contenido de la misma –contar vida y milagros de La Polla Records aprovechando su gira de regreso– la sitúa en un registro distinto. “No somos nada” (estrenada en festivales en 2021 –Premio del Público en el pasado In-Edit– y distribuida en salas desde hoy) combina algunos recursos habituales del rockumental con las conseguidas filmaciones en directo que el nutrido equipo implicado en la cinta obtuvo –en escenarios de España y de América Latina– durante el triunfal tour que el grupo protagonizó en 2019.
Corcuera articula buena parte de la entretenida narración con mirada introspectiva, sin caer en la trampa de la mitificación gratuita que suele empañar el enfoque de fan. La cámara sigue a Evaristo Páramos en sus paseos por la Llanada Alavesa, por la sierra de Altzania, por las calles de Salvatierra, mientras el cantante y letrista hace balance de lo conseguido junto a sus cuatro amigos del pueblo a lo largo de más de tres décadas. Solo uno de ellos, el bajista Abel Murua, lo acompaña en el relato desde la barra de la taberna Otxoa, que fue primera oficina de la banda. Entre los dos efectúan un ponderado ejercicio de perspectiva sobre la trayectoria de un quinteto cuyo influjo todavía pellizca.
Volvemos a escuchar “Ellos dicen mierda”, “Ciervos, corzos y gacelas”, “Delincuencia”, “No somos nada” o “Salve” y nos siguen sorprendiendo por su profundidad. En algunos casos, también por la incómoda vigencia que atesoran. Ni Páramos ni Murua ponen acento heroico a sus consideraciones, lo cual multiplica la potencia dialéctica del discurso. Son los tramos de concierto insertos en el sereno montaje –un acierto subtitularlos para despejar cualquier posible duda sobre los textos de Evaristo– los que se encargan de ilustrar el calado intergeneracional de una obra tonificante a la que siempre merece la pena volver, aunque sea de vez en cuando.
También atina Corcuera a la hora de modular el tono narrativo. Evita cualquier subrayado nostálgico, recurre a las imágenes de archivo con moderación, prefiere conjugar en presente antes que en pasado e incorpora al metraje final –una hora y cuarenta minutos– parte del vacile con que Evaristo afronta el hecho de estar rodando una película y el artificio que esto implica. La naturalidad con que el exiguo reparto se desenvuelve ante las cámaras –convirtiendo la modesta apariencia de sus declaraciones en totales sobrados de elocuencia– se suma al poderío de un repertorio verdaderamente inoxidable. Y nos permite recordar –o, en según qué casos, empezar a conocer– tan significativo legado. ∎