“Normal People” (2020) es una serie –creada por Sally Rooney, Alice Birch y Mark O’Rowe– más o menos consagrada, que te suena, que viste y que tal vez recuerdes porque esa amiga tuya tan pesada no dejaba de decirte que tenías que ver. Se emitió simultáneamente en la BBC Three y Hulu en el año 2020, y en España se pudo ver a través de Starzplay –apareció en las listas del año de Rockdelux: puesto 13–; las corrientes del hype condujeron al público a zambullirse en ella en masa durante la pandemia. Ahora ha sido recuperada por Movistar Plus+.
Basada en la novela homónima de 2018 de Rooney, trovadora contemporánea del sufrimiento psíquico, la serie presenta el estudio de dos personajes, Marianne y Connell, Connell y Marianne, y de los cambios en su relación de intimidad a lo largo del tiempo. La escritora irlandesa aporta el andamiaje narrativo, y esa sofisticación que consiste en mirar más de lo que habla: Rooney plasma conflictos profundos de la forma más limpia y directa posible. Lenny Abrahamson y Hettie Macdonald, a cargo de la dirección, llevan esta tensión (entre lo poético y lo banal, lo complejo y lo desbrozado) al plano de lo visual y al trabajo con los actores.
Así, plantean un universo estético de colores suaves, interioridades densas y soledades cruzadas en el que el afuera de uno mismo parece existir atenuado, en segundo plano. Es la campana de cristal de la que hablaba Sylvia Plath, el velo que separa al deprimido del mundo, pero que en “Normal People” tiene un punto de fuga: la atracción, el deseo y la compatibilidad sexual –plasmada de forma franca pero adorada como un milagro– y el vínculo íntimo que une a Connell y Marianne, a Marianne y a Connell, que vibra en otra frecuencia y los mantiene conectados entre sí, separados de todo lo demás, en los años más cruciales de su desarrollo.
De lo anterior se puede deducir por qué la serie era, en efecto, el lugar perfecto al que acudir para sentir vicariamente durante el confinamiento: ese punto dulce entre la recreación masoquista (característica del espectador neurótico burgués, que desea ver su relación fallida con el mundo proyectada en la pantalla: el fracaso de la intimidad, el aislamiento) y la fantasía romántica desatada, la capacidad de imaginar un vínculo (carnal, psicológico, familiar) que tal vez pueda salvarnos de ese abismo.
El salto a la fama de Paul Mescal, su actor principal, da cuenta del éxito de esta doble proyección. Es uno de los hombres más deseados del momento, pero lo que deseamos no está claro: ¿es acostarnos con él, es consolarlo, es incorporarlo dentro de nosotras mismas? Daisy Edgar-Jones, que carga con la otra mitad del peso de este drama –y consigue que la percibamos como indeseable y como deseada, como segura y como vulnerable, como la parte sádica y como la parte cuidadora de esta dinámica; su ambivalencia y precisión es tal vez el mayor éxito de la serie–, no ha obtenido, de momento, su parte proporcional de admiración entre el público.
En este sentido, “Normal People” se prueba más inteligente que el culto que ha engendrado. Mientras traza un frustrante infinito de incomunicaciones, deja que sus personajes crezcan en lugar de fundirse en el universo del otro, cultiva su identidad además de su vínculo y no escoge ni la vía masoquista ni la del escapismo romántico, sino una tercera algo más serena: la de no esperar que la campana de cristal se clausure o se rompa, sino permitir que otras cosas entren en foco; confiar en que vaya perdiendo opacidad y dejemos de estar solos. Sin embargo, sí es una serie apropiada (perfecta incluso, aunque de esa forma presentista susceptible de no dejar mayor poso) para los tres tipos de espectador: masoquistas, románticos y quienes ya dejaron de sufrir (pero a veces lo echan de menos). ∎