Qué jodido tiene que ser dar un pelotazo como el que Ocean Vuong (Ho Chi Minh, 1988) pegó con su novela “En la tierra somos fugazmente grandiosos” (2019). Sobre todo, porque un libro como aquel, a medio camino entre la prosa más precisa y la poesía más preciosa, a medio camino entre la ficción centrífuga y la autoficción centrípeta, creó una legión de fans que tenían cero dudas al respecto de lo que esperaban encontrar específicamente en el siguiente trabajo de su nuevo autor de cabecera. Y lo que esperaban, claro, era puro continuismo no solo en su estilo, sino también en la exploración de la identidad en dos direcciones paralelas: la de hijo de migrantes vietnamitas y la de persona LGTBIQ+ racializada. Todo eso se encuentra en “El emperador de Alegría” (“The Emperor Of Gladness”, 2024; Anagrama, 2025; traducción de Daniel Saldaña París). Más o menos.
Y es que este no es un libro sobre emperador alguno. El protagonista de la novela, Hai, es un chaval que ronda la veintena y que está completamente varado en la más absoluta nada a la que lo condena su adicción a unas drogas que son a la vez refugio y vía de escape ante el dolor de varias muertes cercanas (su abuela, el chico con el que mantenía una relación amorosa). Incapaz de afrontar la realidad, miente a su madre y huye de su casa primero para ingresar en rehabilitación, después para acabar viviendo en el pueblo de Alegría junto a Grazina, una adorable viejita de Europa del Este en pleno proceso de degradación senil.
En un golpe de genialidad de Vuong, por cierto, se revela que el difunto marido de Grazina estaba traduciendo a su propio idioma el “Matadero 5” de Vonnegut. Es esta una referencia literaria que intensifica más todavía los “saltos mentales” que la demencia provoca en una viejita que de repente vive episodios seniles en los que cree estar huyendo de los nazis a través de Europa en la Segunda Guerra Mundial. Hai, todo empatía, pero también todo escapismo, se empeña en introducirse en los desvaríos de la anciana, a habitarlos y vivirlos mano a mano con ella para huir mentalmente de su cruda realidad. Porque, al final de todo, como emperador de Alegría, Hai tiene poco de emperador que domina excelsamente su territorio y mucho de ese cerdo al que se le bautizó como emperador precisamente porque era cebado para alimentar al regente.
Curiosamente, este punto de partida se ramifica en un complejo entramado que dispara el argumento hacia múltiples posibilidades de relato. Ahí están, por ejemplo, las microhistorias de todos los que trabajan junto a Hai en un restaurante de comida rápida con aires de grandeza: la madurita alcohólica con achaques, la mánager que sueña con dedicarse a la lucha libre, el cliente dominicano que perdió una oreja en la guerra y por el que Hai se siente atraído… Y, por encima de todos ellos, su primo Sony (nombre que su padre le cascó en honor a su bien más preciado: su Sony Trinitron), un chaval con discapacidad intelectual pero infinitamente más inteligente que muchos de los que lo rodean y que ofrece a Hai el lazo familiar que tan urgentemente necesita por mucho que intente usar a Grazina para llenar el vacío causado por la ausencia de su abuela y su madre.
En “El emperador de Alegría”, las posibilidades de todos estos microrrelatos se ven alimentadas por momentos fascinantes que van desde un combate de lucha libre regional hasta una visita a un matadero de cerdos. Tratándose de Ocean Vuong, es inevitable que también haya momentos en los que la magia se trenza con la cotidianidad para crear momentos de belleza fantasmal y surrealista. Momentos que parecen vivir fuera de la realidad, como un cerdo siguiendo a un barco verde que surca los prados nocturnos o una estampida de salamandras acuciadas por su afán reproductor. Pero también momentos anclados en la realidad, como una persecución a lomos de la silla motorizada de Grazina o la (más o menos) divertida aventura a la búsqueda del diamante que el padre de Sony tenía clavado en la mano.
Hay muchos libros posibles dentro de este libro: una exploración de las problemáticas migrantes y LGTBIQ+ lejos de las grandes ciudades, una tensión entre familias de sangre y familias elegidas, una lucha contra el espectro de la adicción, una zambullida en las perturbadoras aguas de la demencia, una asunción de que el Gran Sueño Americano está reservado para los más privilegiados… Pero, sobre todo, un retrato de las capas sociales más bajas de Estados Unidos, aquellas en las que conviven personas con sueños rotos que se ofrecen consuelo las unas a las otras conscientes de que su existencia siempre estará atravesada por la pobreza, las drogas y la precariedad.
Sin embargo, y aunque Vuong resuelve y cierra todas las subtramas al llegar al final del libro, queda la sensación de que la propia vida de Hai no queda resuelta, sino que queda flotando en el vacío. En la misma absoluta nada en la que arrancó la novela. El protagonista no encuentra su rumbo, no resuelve sus problemas y, sobre todo, ningún personaje con el que se ha cruzado parece que vaya a quedarse en su vida, mucho menos a salvarle. Algo que hará que los lectores que lleguen a “El emperador de Alegría” esperando continuidad con “En la tierra somos fugazmente grandiosos” sientan que esta es una novela repleta de posibilidades que, de alguna manera u otra, no llevan a ninguna parte.
A ese respecto, resulta esclarecedor leer en los agradecimientos una mención de Vuong a un libro de Mark Fisher titulado “Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos” (2014; Caja Negra, 2018). Es en el contexto de la depresión en el que mejor se entiende este manuscrito que rebosa de posibilidades y ramificaciones narrativas que nunca llevan a ninguna parte, que no medran ni evolucionan ni se desarrollan, que están congeladas en la nada. Porque, al fin y al cabo, ¿no es precisamente todo esto lo que significa convivir con la depresión? ∎